Llegué anoche a Madrid, tras un apacible viaje en automóvil que no me planteó ni uno solo de los problemas que había augurado la Dirección General de Tráfico. Anunció que se producirían retenciones entre las 18:00 y las 23:00 horas. Pues bien: nosotros salimos de Aigües a las 18:30 y encontramos una densidad de circulación similar a la de cualquier fin de semana veraniego, salvo en la entrada de Madrid, que estaba más expedita que cualquier otro día del año.
Eso es porque me escaloné bien. La DGT siempre recomienda que los habitantes de las grandes ciudades que nos desplazamos en coche escalonemos nuestro regreso. Se supone que no debemos empeñarnos en volver todos al mismo tiempo. Pero ¿cómo saber cuándo piensan regresar los demás? La técnica que aplico yo para escalonarme consiste en ponerme al volante justo el día y a la hora que la DGT ha fijado como más críticos. Me suele funcionar de cine.
Hace algunos años llevé esa táctica a su extremo: me desplacé de Alicante a Madrid a las 6 de la tarde del mismísimo 31 de agosto, que, para más bemoles, caía en domingo. Di en el centro de la diana: fue un viaje de una placidez pasmosa.
Otra cosa que me funciona muy bien es que, en lugar de salir de Alacant por la autovía de Madrid, tomo por otra autovía, de reciente construcción, que me lleva desde Sant Viçent de Raspeig hasta Villena ahorrándome los atascos y caravanas que se forman en las inmediaciones de la capital alicantina. ¿Por qué la mayoría de los conductores madrileños no utilizan esa autovía, que está siempre casi vacía, y pierden la tira de tiempo saliendo en caravana desde el cogollo de Alicante? La respuesta es sencilla: porque no saben que existe. Nadie les ha informado. (Yo os lo digo porque no creo que seáis muchos los que paséis vuestras vacaciones en las comarcas del sur valenciano, y además me caéis bien; de lo contrario, no os revelaría ese secreto que con tanto celo venimos guardando la DGT y yo.)
El caso es que llegué anoche a Madrid, con mi artículo sobre el síndrome posvacacional bajo el brazo, dispuesto a no deprimirme bajo ningún concepto. Y no me deprimí, pero sólo porque estoy muy bien entrenado. Lo primero de todo, el bofetón de calor. Justo lo necesario para recordar el fresquito fantástico de la noche anterior, que habíamos aprovechado para tomarnos una copa en pandilla bajo un cielo estrelladísimo, cerca del mar, escuchando al amigo Jesús Cutillas cantando algunas de sus bienhumoradas canciones mientras la vista se le escapaba con indisimulada ternura hacia Ulises, su hijo recién nacido.
Cágate, lorito, y yo justo un día después tomándole la temperatura a la M-30.
A partir de eso, a rearrancar los ordenadores de casa, a actualizarlos, a poner los antivirus al día (¿habrá algún antivirus que me proteja de tanto cemento junto?), a mirar la correspondencia, a recordar que he de llevar la moto al taller, a señalar en el calendario que mañana tengo radio, y pasado tele -on the road again, esta vez enfilando al Cantábrico-, a mirar las cosas que tengo pendientes de escribir, y de corregir, y de leer, a enterarme de lo que dicen Zaplana y Acebes (si seré masoca), a ver a Bush con la mirada perdida, desconcertado por la que se le ha venido encima entre el Misisipí y el Golfo de México...
O sea, otra vez como siempre. Otra vez otra vez.
En las ocasiones así, siempre recuerdo la boutade de Maurice Chevalier, el chansonier colaboracionista: «Envejecer tampoco está tan mal -decía-, sobre todo si se piensa en la alternativa».
Javier Ortiz. Apuntes del natural (5 de septiembre de 2005). Subido a "Desde Jamaica" el 31 de julio de 2017.
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