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2001/05/20 06:00:00 GMT+2

Ortiz se va de rallye

Frente a la casa de Ortiz, situada en una colinita a las afueras de Aigües, en Alicante, hay un hermoso valle.

A Ortiz le gusta mucho el valle porque pone ante sus ventanas un muy amplia y bella vista. También le gusta la tranquilidad del paraje, donde el único ruido que se oye habitualmente es el trinar de los pájaros (aunque a Ortiz, en realidad, no le gusta nada que los pájaros se instalen en los árboles de su casa, y detesta francamente la tendencia de los bichos a posar sus excrementos en cualquier lado, incluyendo la tumbona de Ortiz).

Con estos antecedentes, se entenderá la extrañeza que sintió ayer Ortiz a media mañana, cuando oyó un considerable estruendo en el valle (en su valle, como dice él, con un espíritu de propiedad que, amén de no resultar nada socialista, dista de estar avalado por ningún Registro de la Propiedad).

Asomóse Ortiz a su valle prismáticos en mano y comprobó que el estruendo procedía de una fila de coches de ruidosos motores que se habían situado a medio kilómetro de su casa, en la entrada de la estrecha carretera que conduce desde Aigües a La Vila Joiosa pasando por el pantano de Amadorio. Ortiz vio que los coches iban pintados con colores muy chillones, que llevaban pegados muchos anuncios, que cada uno tenía inscrito un gran número en la puerta y que el conjunto estaba regulado por unos señores de verde con papeles en la mano. Con su conocida perspicacia, Ortiz dedujo que aquello era un rallye.

Lo cual le molestó sobremanera, porque si a Ortiz le fastidia que le importunen los pajaritos, no digamos nada de los coches que hacen mucho ruido, ruido que, además, su valle amplifica cual caja de resonancia.

Ortiz vio con disgusto que los coches iban arrancando a razón de uno por minuto, y que cuando arrancaban hacían todavía más ruido. Entró en la casa, cerró puertas y ventanas, encendió el equipo de música, insertó un cedé de Benny Bailey –poderosa trompeta jazzística– y se aisló del ruido de fuera por el singular sistema de organizar dentro un ruido mucho mayor.

Una bandada de estorninos que estaba depredando alegremente el único cerezo que le queda a Ortiz –el otro murió hace unos meses, víctima de la falta de atención de Ortiz y del exceso de atención de los estorninos– huyó despavorida.

Nuestro hombre se quedó un rato abstraído, evaluando las ventajas y desventajas del jazz como espantapájaros. Sin haber llegado a ninguna conclusión definitiva, se sentó ante el ordenador y se puso a escribir cualquier cosa de ésas que él escribe.

Al cabo de una hora cesó la música. Y, al hacerse el silencio, Ortiz comprobó que su valle había recuperado la calma. Se asomó. Ni rastro de los coches.

–¡Bien! –se dijo. Y encendió la radio.

Nuevo disgusto. Las noticias locales de Radio Alicante le trajeron la mala nueva de que la gente ésa de los coches atronadores estaba perpetrando una cosa llamada Rallye Alicante-Costa Blanca y que, aunque efectivamente había abandonado su zona para ir haciendo la puñeta por otras, tenía previsto regresar.

Ortiz se quedó pensativo. No tenía la menor intención de soportarlos de nuevo. Así que decidió bajarse a la costa. «Aperitivo con lectura de periódicos en una terraza, arrocito a banda a la orilla del mar, sobremesa con copa y puro... Vale. Y, para cuando regrese, esos locos ya habrán acabado con su historia», se dijo.

Se afeitó, se vistió, cerró cuidadosamente la casa, montó en su coche y emprendió ruta camino de Campello.

No duró mucho el descenso. Al salir de Aigües hubo de parar, a señas de un agente de la Guardia Civil.

–La carretera está cortada. Hay un rallye –dijo el de uniforme.

–¡Cómo que hay un rallye! ¡Y a mí que me cuentan! –bramó Ortiz.

Convendrá tal vez precisar que el talante y la paciencia de Ortiz, lejos de atemperarse con el paso de los años, han experimentado un notable empeoramiento, sobre todo en sus relaciones con la autoridad.

Miró al agente con gesto conminatorio.

–Mire usted: yo vivo aquí y ésta es la carretera que me lleva a la costa. No la pueden cortar. Imagínese que me ha dado un infarto y me llevan al hospital. Esto es un abuso intolerable.

El guardia civil le sonrió con simpatía:

–Es lo mismo que he dicho yo. Tiene usted toda la razón. Pero no puedo dejarle pasar.

–¿Y entonces?

–Tendrá que ir por otro lado.

Otro lado.

Ortiz hizo el cálculo. Hay otras dos posibles salidas de Aigües: una, la que conduce al pantano de Amadorio, que es por la que habían partido los coches ruidosos de las narices; la otra, la que lleva a La Vila a través de Relleu, Sella y Orcheta: un recorrido de unos 35 kilómetros por una carretera mala y llena de curvas.

De saber lo que le esperaba, Ortiz habría tomado la decisión más sensata: regresar a su casa y resignarse a sufrir pacientemente otra razzia automovilística. Pero, como no sabía lo que le esperaba, optó por dar la vuelta y enfilar la carretera de Relleu.

No bien había hecho un par de kilómetros por ella, se le vino encima el primer coche ruidoso, de vivos colores, con muchos anuncios y un número muy grande en la puerta.

Lo esquivó con no poca habilidad y mucha fortuna.

–¡¡¡Pero ¿será posible?!!! –se indignó.

Era posible.

Prosiguió su camino francamente asustado. Y con razón. En los 15 kilómetros siguientes, aparte de dejar bajo mínimos la batería del coche a base de tocar el claxon incesantemente, hubo de salirse tres veces de la carretera para eludir otros tantos choques con vehículos ruidosos, de vivos colores, etc., .etc.

Llegó a Relleu con un convencimiento: si no había sufrido ningún ataque de corazón, es que lo tiene hecho a prueba de bomba. Lo que viene a confirmar que no hay mal que por bien no venga.

Volvió a toparse con una pareja de guardias civiles. Bajó del coche indignado. Les soltó el chorreo. Curiosamente, éstos también le dieron la razón, le sonrieron, convinieron en que todo lo que estaba ocurriendo era indignante, intolerable, un abuso merecedor de las más encendidas críticas... pero que ellos no podían hacer nada.

Ortiz empezó a sospechar que era la táctica que los patrulleros de la Guardia Civil habían convenido para quitarse de encima a los protestones como él.

Cuando llegó a La Vila eran más de las 3 de la tarde. No consiguió encontrar abierto ningún puesto de venta de prensa. De todos modos, tampoco hubiera podido tomar ningún aperitivo en una terraza, porque, además de no ser ya la hora del aperitivo, había comenzado a llover. Tampoco era ya hora de encargar ningún arroz, como no quisiera merendarlo.

Así que se metió en un chamizo y pidió unos calamares fritos.

Le pusieron unos mal descongelados y poco hechos.

Pidió un café y se dispuso a esperar a que pasara el tiempo para volver a casa sin tropezarse de nuevo con el rallye.

Cuando por fin salió, alguien había aparcado el coche en segunda fila, cerrándole la salida al suyo.

Tocó el claxon durante un buen rato –ya le había cogido costumbre–, pero sin éxito. Tuvo que salir subiéndose a la acera.

El dolor humano tiene un punto de saturación.

–Son cosas que ocurren –se dijo, resignado.

Y marchó para casa.

Que no se queje demasiado: vivió para contarlo.

Javier Ortiz. Diario de un resentido social (20 de mayo de 2001). Subido a "Desde Jamaica" el 20 de mayo de 2010.

Escrito por: ortiz el jamaiquino.2001/05/20 06:00:00 GMT+2
Etiquetas: jor preantología diario guardia_civil 2001 aigües rally | Permalink | Comentarios (0) | Referencias (0)

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