Me llamaron ayer de El Mundo para que les dijera qué me está pareciendo la serie de artículos de Oriana Falaci que están publicando. Les contesté la verdad: que no los he leído y que, en consecuencia, no puedo expresar una opinión debidamente fundada.
Lo cierto es que empecé a leer el primero, me pareció un desahogo personal carente de mayor interés y me pasé rápidamente a otra cosa.
Si Falaci fuera una pensadora original e importante, o si aportara datos de especial relevancia informativa, es posible que me hubiera tragado sus largos exordios. Pero ni es lo primero -tampoco creo que lo haya pretendido nunca- ni ha hecho lo segundo. En lo que leí -tal vez la continuación fuera diferente; de eso no puedo hablar-, no ví ninguna razón que me obligara a seguir los inacabables meandros de sus visceralidades. Sobre todo cuando, entre las primeras afirmaciones de su retahíla, me había encontrado ya con el tópico principal del Bush de estos días: la cosa ésa tan irritante de que criticar al Gobierno norteamericano equivale a ponerse del lado de los terroristas.
«Entre Arafat y yo no hay buen feeling», leí poco después. Y ahí ya me paré. Eché una ojeada rápida a la continuación y comprobé que seguía hablando de sus feelings. Mi curiosidad por los feelings de la señora Falaci es nulo.
Según me despedí del redactor de El Mundo que tan amablemente me había telefoneado para recabar mi opinión sobre los artículos de marras, me quedé pensativo. Me entró la duda: ¿haré mal en no leer los artículos que me parecen pavadas? Dedicándome como me dedico a escribir sobre la actualidad, ¿tengo derecho a retirar la vista de aquello que me aburre, no ya porque no coincida con mis criterios, sino porque no le veo chispa suficiente? Tal vez no tenga ese derecho. Esos escritos son parte constitutiva de la realidad. Es posible que debiera leerlos, a título de deber profesional, aunque sólo fuera para indagar en las razones por las que a muchos otros sí les interesan.
En todo caso, a quien decididamente no entiendo es a la gente que lee sistemáticamente a los articulistas que detesta. Algunos amigos míos tienen esa extraña costumbre. «¿Has visto las barbaridades que ha escrito hoy Fulano?», preguntan. Carajo, pero si sabes que Fulano sólo escribe barbaridades, ¿para qué te lo tragas a diario?
Yo cuento con un puñado de lectores que me escriben con frecuencia para comunicarme que les parezco un mamón, un rojo revenido, un ignorante, una reliquia del pasado, un perfecto imbécil y no sé cuántas abyecciones más. Éstos son ya directamente la monda: no sólo se toman el trabajo de leerme, sino que, además, pierden su tiempo escribiéndome. ¿Qué interés puede tener llamarle imbécil a alguien que te parece imbécil? Si es imbécil, no puede entenderte. Qué imbecilidad.
Javier Ortiz. Diario de un resentido social (3 de octubre de 2001). Subido a "Desde Jamaica" el 8 de junio de 2017.
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