Acepto sin la menor reserva que Lance Armstrong no es de un ingenio arrollador. Anda cortito de neuronas, es verdad.
Pero tampoco recuerdo que sus antecesores en el podio de París destacaran uniformemente por su brillantez intelectual. Me viene a la memoria alguno que sufría verdaderos dolores de parto para pronunciar frases que duraran más de cinco segundos, lo que no aminoraba el calor de su afición.
Reconozco igualmente que Armstrong no se caracteriza por su simpatía desbordante. Más bien todo lo contrario. Es borde como él solo. Se mete con todo dios, habla despectivamente de muchos de sus compañeros de carrera y pone a caldo a los seguidores de los demás ciclistas, que son casi todos, porque en las carreteras del Tour no hay apenas estadounidenses y él no ha logrado hacerse con el aprecio de casi ningún europeo. Incluso se ha granjeado la antipatía de más de un compatriota.
Pero esas circunstancias, por importantes que sean para la vida social, cuentan poco cuando el pelotón se pone en marcha. Nada de eso anula el hecho irrebatible de que Armstrong es un ciclista impresionante, que logra éxito tras éxito por la sencilla razón de que supera a los demás. Destaca como contrarrelojista, llanea muy bien y domina la montaña con autoridad. Es completísimo. ¿Que tiene un gran equipo, que le funciona como un reloj? Cierto. ¿Que cuenta con un director de equipo capaz de trazar las tácticas más adecuadas y de manejar sus piezas a la perfección? Sin duda. Pero el verdadero factor diferencial es el propio Armstrong. Un Armstrong que está sabiendo dosificar con tino sus fuerzas –en lógico declive, porque los años no pasan en balde–, sin hacer los derroches de pasadas temporadas. Golpeando lo justo y en el momento justo.
Escribía el otro día sobre el nacionalismo y los deportes. En Euskadi hay una gran afición al ciclismo y este año habría prendido la ilusión colectiva de que el equipo de Euskaltel-Euskadi, con Iban Mayo al frente, podía hacer grandes cosas. No ha sido así, y la decepción es comprensible. Lo que no resulta aceptable es que la amargura por el fracaso de los propios se manifieste en forma de insultos y maldiciones contra quien ha tenido mejor suerte, porque no se ha visto arrastrado a ninguna caída de graves consecuencias, y ha demostrado que está en mejor forma.
Es mentira que Armstrong estuviera ayer a punto de ser golpeado por los aficionados vascos. Lo que declaró al final de la etapa sobre el peligro de muerte que había corrido es una mamarrachada de tomo y lomo, propia del obtuso provocador que es. Fue increpado, sin más. Y por gente de muy diversas procedencias. Muchos de ellos franceses, que supongo que tampoco apreciarán demasiado que este tejano del cuerpo diplomático de su amigo Bush declare que está deseando volver a los EEUU y «dejarles aquí con toda esta mierda». Pero el hecho de que nadie le pegara, ni siquiera amagara hacerlo, no anula el mal gusto del deseo –ampliamente compartido e indisimuladamente demostrado– de que le parta un rayo y se vaya al carajo de una pajolera vez.
A mí, que disfruto viendo el Tour –un espectáculo completo, exclusión hecha de esa gente que se empeña en disfrazarse de cualquier cosa para correr junto a los ciclistas gritándoles y dándoles palmaditas–, me parece muy bien que Armstrong esté ahí, subiendo el listón y obligando a los demás a dar de sí todo lo que pueden y un poco más.
Siempre que sea Armstrong el que lo consigue con su propio esfuerzo y no con la ayuda de esas sustancias indetectadas que Greg Lemond insinúa que se mete.
Javier Ortiz. Apuntes del natural (18 de julio de 2004). Subido a "Desde Jamaica" el 17 de junio de 2017.
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