Lo peor que tiene la discusión sobre la cesión del 15% del IRPF es que no se trata de una discusión, sino de varias. Unos la abordan desde una perspectiva meramente práctica: ¿se simplificaría o se complicaría con ello el sistema recaudatorio? ¿Ayudaría a atender mejor las necesidades ciudadanas o no? Otros, en cambio, plantean el asunto desde pretensiones eminentemente políticas: sea por un bando (¿contribuiría a que se expresara mejor la personalidad nacional de Cataluña?) o por el opuesto (¿haría el juego del separatismo?). Otros, en fin, embrolladores profesionales, lo mezclan todo, añadiendo a la ensalada elementos de mera táctica política ocasional, según estén a favor o en contra de que CiU se lleve mejor o peor con el Gobierno de González. Con todo lo cual, el guirigay resulta inevitable.
Tomarse tan a pecho la cesión del 15% del IRPF me parece bastante tonto, y aún más tontos los discursos alarmistas sobre los peligros que encierra para la unidad de España. En mi tierra hace muchísimo tiempo que, en virtud del régimen foral, la autoridad local recauda no el 15%, sino el 100%, de lo que luego paga a las arcas centrales del Estado un cupo pactado, y santas pascuas. El sistema ha funcionado siempre pasablemente bien, y no ha exacerbado ni poco ni mucho las tendencias separatistas.
El problema de fondo que revela la discusión sobre el IRPF es que la unidad de España sigue siendo de mírame y no me toques. Coexisten entre nosotros concepciones sobre ella no solo diferentes, sino opuestas. La creación del llamado «Estado de las autonomías» no fue una solución, sino una mera tregua que firmaron, recurriendo a fórmulas retorcidas e indirectas, los dos eternos bandos enfrentados: los españoles de vocación y los españoles de circunstancia (o de obligación).
El «Estado de las autonomías» pretendió contentar a unos y otros sustituyendo el tradicional «ni para ti ni para mí» por un original «para ti y para mí»: se optó por mantener el Poder central casi tal cual, creando a la vez toda una red de poderes autónomos, con el ánimo de aplacar, al menos temporal y parcialmente, las aspiraciones nacionalistas más acedrandas. A falta de acuerdo sobre qué tipo de Estado debemos tener, nos han fabricado dos. Una solución que quizá pueda parecer políticamente astuta, pero que está resultando, en todo caso, económicamente disparatada. E insostenible a la larga.
El viejo problema de la unidad de España, arrastrado desde hace siglos, asoma en cuanto se rasca un poco en la superficie de las apariencias. Al final, será inevitable afrontarlo de cara. Esto de sostener dos Estados es una ruina. Y una tortura para los que ya con uno nos basta y nos sobra.
Javier Ortiz. El Mundo (1 de septiembre de 1993). Subido a "Desde Jamaica" el 4 de septiembre de 2011.
Comentar