Como todos los años en la comida del 23, Angel había estado charlando con sus compañeros de trabajo sobre la cena de Nochebuena. Sin sorpresas. Tampoco esta vez la variedad era demasiada: uno aquí, otro allá, cada cual tenía su inevitable festejo de familia. «Un peñazo», sentenció Andrés, el más joven. «Siempre acabamos jugando al siete y medio», evocó, con obvio desaliento. «Yo ceno con la familia de mi marido. Si aún fuera la mía... Estoy de mi familia política hasta el moño», gimió Maite, la guapa de la oficina. Pepe, el eterno solitario, sonrió cuando le preguntaron por su plan: «Pues el de todos los años. Nada. Tortilla de patata, un rato de tele y a la cama».
Ángel era el único que tenía un proyecto original: «Me voy a vengar de todas las cenas de familia que he tenido que soportar durante años». Hacía seis meses que a Angel le había abandonado su mujer. Se fue con otro. «Pienso montarme en casa, bien solito, una cena por todo lo alto: buen fiambre ibérico, una docena de ostras y besugo, todo ello regado con una botellita de Möet-Chandon. Algo de dulce, café, Remy Martin y villancicos irlandeses, que son los más bonitos del mundo. Pondré mantel de hilo y la vajilla de mi abuela». «Y te vestirás de etiqueta, claro», remató Pepe, irónico. «Por supuesto», replicó Ángel, sonriendo. «He recogido esta mañana el esmoquin de la tintorería». Todos rieron.
Pero Ángel no bromeaba en absoluto. Lo que había contado era exactamente lo que iba a hacer.
Y lo que hizo.
Empezó los preparativos de su cena de Nochebuena a las 8 de la tarde. Abrió las doce ostras, las puso sobre hielo picado, aderezó el besugo y lo introdujo en el horno. Dispuso la mesa, la adornó con ramas de muérdago, encendió las velas de los candelabros, conectó la música... Para las nueve ya tenía todo dispuesto. Echó una mirada satisfecha al conjunto.
Ahora le tocaba ocuparse de su persona. Se dio un baño, se afeitó y pasó al dormitorio a vestirse.
Diez minutos después hizo solemne entrada en el comedor. Impecable en su esmoquin negro, zapatos de charol, corbata de lazo blanco marfil, pañuelo de seda a juego en el bolsillo, gemelos de oro... Se miró complacido en el espejo. «¡Bien!», pensó. Descorchó la botella de champaña. Llenó una copa. «A ta santé!», se dijo ante el espejo en voz alta. Y bebió.
Fue a la cocina a por las ostras. Lo que pasó entonces no está claro. ¿Tropezó? ¿Resbaló con un pedazo de hielo caído? Se le fue de las manos la bandeja, que fue a chocar con los platos de porcelana y los vasos de fina cristalería, y todo fue a parar al suelo, hecho añicos.
Ángel se quedó mirando el suelo un buen rato. Luego, desconectó la música, apagó las velas, se fue al dormitorio, se desvistió lentamente y se metió en la cama.
Y lloró. Despacio. Sin angustias. Mucho tiempo.
Javier Ortiz. El Mundo (18 de diciembre de 1993). Subido a "Desde Jamaica" el 22 de diciembre de 2010.
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