Resulta que, cuando el lunes pasado se discutió sobre el paro en el Congreso de los Diputados, la inmensa mayoría de sus presuntas señorías decidió llamarse Andana. No había en el hemiciclo ni medio centenar de los del gremio. Tal situación provocó una copiosa catarata de críticas. «¡Inaudito! -denunciaron todos los comentaristas al alimón. ¡Se va a debatir sobre el problema más grave del país y ellos no se toman ni siquiera la molestia de comparecer!».
Un análisis algo más reposado de la anécdota obliga, sin embargo, a matizar la severidad de la condena. Pónganse ustedes en la piel de un diputado. ¿A qué acudir a la sesión, si no sirve para nada? Es cierto que, de haber estado presente, podría haber oído los discursos. Pero los podría oír: no juzgar, porque tan ardua función es patrimonio exclusivo del jefe del grupo parlamentario correspondiente. Él es el que ordena quién habla, qué dice y qué se vota. Además, para enterarse de lo que han parlamentado unos y otros, ya están los periódicos, que lo publican todo al día siguiente muy sintetizadito, ordenadito y hasta, con suerte, depurado de los terribles «de qués» del Miquel Roca de turno.
Teniendo en cuenta cómo funciona el parlamentarismo en España, lo más lógico sería que acudieran a la cámara sólo los mandamases de cada grupo. «Yo, o sea, mis 175 votos, digo que sí», soltaría el uno. «Pues yo, con mis 107 escaños, me opongo», replicaría el otro. Y tan ricamente. Y en familia.
Habrá quien considere que eso sería una desvergüenza total. Yo lo consideraría un sensato ahorro de energías. Puesto que los diputados no pintan nada -porque es imposible, porque no les dejan-, que se paseen, que lean, que tomen el sol, que amen, que vivan. En el Congreso son tan sólo cadáveres exquisitos. Tienen, eso sí, una culpa: acceder a actuar de meros figurantes en tan tonta farsa.
Javier Ortiz. El Mundo (21 de febrero de 1993). Subido a "Desde Jamaica" el 26 de febrero de 2011.
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