Una de las ventajas que tenemos los columnistas sobre los políticos es que a nosotros nadie nos exige que materialicemos lo que propugnamos. Otra ventaja, y no menor, es que podemos elegir sobre qué escribimos y sobre qué no, de modo que cuando un asunto no nos gusta, no nos interesa o no sabemos qué opinar sobre él podemos dejarlo de lado, mientras que a los políticos se les reclama que se pronuncien sobre todo.
En tanto que miembro del gremio de los columnistas, yo también he disfrutado de esos dos privilegios, pero no siempre con satisfacción. Suele molestarme en particular el segundo porque, cuando no acierto a opinar sobre algo -no por ignorancia, que ése es otro asunto, sino porque no sé a qué carta quedarme-, siento que guardar silencio o salirme por los cerros de Ubeda no sólo representa hacer trampa a quienes me leen, sino también estafarme a mí mismo.
Me he quedado pensando en estas cosas hace un rato, tras leer las informaciones sobre el nuevo juicio al que están sometiendo a Sadam Husein, esta vez por las barbaridades cometidas por las Fuerzas Armadas de su régimen durante la campaña de Al Anfal realizada contra los kurdos hace dos décadas. Según la organización Human Rights Watch, que no suele exagerar, el Ejército iraquí, comandado por Alí Hasán, conocido como Alí El Químico, provocó durante aquella campaña militar la muerte de no menos de 100.000 kurdos.
No dudo (¡faltaría más!) de que aquello fue una atrocidad intolerable, merecedora del máximo castigo. Mis perplejidades se alimentan de otros factores que acompañan a este juicio. Me consta que se trata de un proceso auspiciado por una fuerza ocupante, Estados Unidos, que en su día no sólo hizo la vista gorda ante las acciones militares del régimen iraquí en el sur del Kurdistán, sino que proporcionó al Ejército de Sadam Husein las armas -entre ellas las químicas- que permitieron realizar las matanzas genocidas ahora juzgadas. Dado que el propio tribunal que juzga al expresidente de Irak actúa al dictado del mando estadounidense, huelga decir que no va a hurgar en las complicidades exteriores de la barbarie encausada.
Sé que ese juicio persigue una intencionalidad política justificativa y que es expresión de una justicia farsante y selectiva, que sienta en el banquillo a unos criminales de guerra, pero no sólo no juzga, sino que condecora a otros. Ahora bien: ¿qué debo defender, para ser yo mismo justo? ¿Que, puesto que no todos los criminales son juzgados, no lo sea ninguno? ¿Que, mientras sea imposible reunir tribunales que no constituyan una burla, en Irak o en donde sea, ahora o cuando sea, no debería juzgarse a nadie?
Si respondo que sí, se me revuelven las tripas. Si contesto que no, también. Confieso, en consecuencia, que no sé.
Por fortuna para mí, nadie espera mi dictamen para decidir nada.
Javier Ortiz. El Mundo (24 de agosto de 2006).
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