Si se trataba de «normalizar», el objetivo quizá se haya conseguido plenamente.
Mientras escribo estas líneas, las calles del centro de San Sebastián son una perfecta bronca: cargas policiales, amagos de barricadas, pelotas de goma, humo... Como esto es lo normal por estos pagos y en estos casos, el objetivo de la normalización parece totalmente logrado.
Antes de tomar el camino del Palacio de Miramar, donde ofrecían su recepción los reyes -que no «los monarcas», como dicen algunos periódicos, –olvidando que monarca sólo hay uno por cada Monarquía– he pasado varias horas deambulando por la ciudad, esperando encontrar los signos de tanto profundo cambio como se me había anunciado en los discursos oficiales.
Lo que he encontrado es la misma ciudad de siempre, intemporal y metafísica, tramposa y cautivadora: idéntica que hace treinta años; elegante y coqueta, ferozmente nacionalista y distantemente irónica, capaz de alimentar a la vez recepciones y barricadas, sin diferencias.
En el restaurante de la Parte Vieja, el joven camarero mira con desprecio el folleto de propaganda turística.
–Mira: «España», han puesto.
–¿Qué? «España» –masculla despectivo.
–Qué poco patriota eres –le ironiza su compañero.
–Lo que me faltaba. ¡Patriota!
¿Sabían ustedes que en Euskadi, considerados los índices de lectura según las tendencias políticas de los lectores, resulta que son los votantes de HB los que más leen? Quizá por ello, en la mini-Feria del Libro del Boulevard, bajo el sol justiciero del verano, el tema favorito era la manifestación de la tarde.
–Si me toca llevar la pancarta, seguro que llueve –dice la chica que ordena los libros de su «stand». La manifestación es para ella el pan suyo de cada día.
La ciudad está llena de Policía. Con uniforme y sin él, en coche y a pie, cerca de los puntosclave y lejos. Y esa inflación vigilante, de dudosa utilidad, contribuye a acentuar el caos circulatorio a los pies de la arena veraniega. Los parkings han adelantado su agosto en cuarenta y ocho horas: sabiendo lo que puede ocurrir en la superficie, cada cual prefiere introducir bajo tierra el fruto rondante de sus ahorros.
Ya en Miramar, tras pasar diez, quince cordones policiales que no se tomaban el trabajo de ser discretos, tuvimos asegurado el otro espectáculo.
–Está el todo San Sebastián –me dice, entusiasta, una señora que, como muchas, parece salida de una estampa fin de siécle.
–No, señora –le contesto–. El todo San Sebastián no existe.
–¿Qué dice?
–Nada. Déjelo.
Entre los centenares reunidos en la recepción, a los que don Juan Carlos y doña Sofía han dado ritualmente la mano con sonrisa resignada, no encuentro casi monárquicos. De los pocos que esperaba –Areilzas y otros Satrústeguis–, no veo a ninguno.
Me topo al fin con uno, vestido de almirante, al que encuentro con Sánchez Asiain. Su entusiasmo parece convincente. Lo suyo tiene sentido: forma parte del personal de la Casa Real.
–Está vez ha resultado mejor.
–Supongo que sí, le digo.
«Yo no soy monárquico, desde luego» –me dice un político nacionalista que se ha distinguido por el entusiasmo de sus saludos al monarca–. «Pero tampoco republicano. Si en España hubiera ahora mismo una República, el presidente sería del partido socialista. Sería peor todavía.»
Aquí todo el mundo cuchichea, con la sonrisa de ceremonia, y todo el mundo parece tener lo mismo que decir, por lo menos a nosotros: que su presencia se justifica por circunstancias extremadamente especiales.
La reunión muestra una irremediable tendencia a la teoría:
–Oye, te aseguro que a veces lo de la democracia da peores resultados. ¿No te parece mejor el príncipe Carlos que Thatcher?
Acabo acordándome del comienzo de «La Reina de Africa», apenas anteayer en las pantallas de TVE.
A Bogart le suenan las tripas mientras toma el té con el viejo pastor protestante y su puritana hermana. El canadiense Bogart, azorado, se empeña en tratar de justificar sus ruidos interiores. Pero la moral victoriana de sus contertulios no le autoriza a mencionar tan desagradables asuntos. En el borde de Africa tampoco era conveniente citar lo evidente, por desagradable.
–Debe estar comenzando la manifestación en el Boulevard, digo, mirando mi reloj.
Y nadie contesta.
–Yo le he visto más mayor, responde una señora.
A esta sociedad le suenan las tripas. Cosa de mala digestión, como a Bogart.
Pero aquí nadie quiere hablar de esas cosas desagradables.
Están todos. Del Gobierno vasco. De las diputaciones. De los ayuntamientos. Y los junteros. Veo –por ver– a los líderes de Unidad Alavesa, y al PNV en pleno, y al PSOE.
No veo a nadie de Eusko Alkartasuna, y aún menos de Herri Batasuna. No, no está «el todo San Sebastián». Si aún se tratara de la playa...
Allí sí parece estar «el todo San Sebastián», bronceándose, esperando que el tiempo –nadie sabe si monárquico, republicano, español o vasco– siga su curso lento, inexorable.
Javier Ortiz. El Mundo (31 de julio de 1991). Subido a "Desde Jamaica" el 20 de enero de 2018.
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