Estamos de acuerdo: Irlanda y Euskadi son muy diferentes. Se miren por donde se miren. Enormemente diferentes.
Es absurdo el empeño que están poniendo algunos en demostrar esa evidencia. Llevan cinco días dando vueltas a la misma aburrida noria, dale que te dale.
Lo que es por mí, pueden parar. Estoy dispuesto a admitir que entre vascos e irlandeses, del norte o del sur, del este o del oeste, no hay el más mínimo punto de contacto. Ni siquiera en la música. Ni en el paisaje. Cero. Nada.
Y qué.
Vendría a cuento establecer los parecidos y desemejanzas existentes entre las realidades de los unos y los otros si alguien planteara la posibilidad de traerse para aquí alguna fórmula específica, alguna táctica concreta, algún remedio genuinamente irlandés.
Pero no. De lo que se trata -de lo que trato yo, al menos- es de evaluar una afirmación que hasta ahora se nos ha venido planteando como un principio absoluto, como un dogma de aplicación universal, que lo mismo valía para Irlanda que para Euskadi, para Córcega que para La Paz: no se puede negociar con terroristas. Y en todo caso, no se puede ni hablar de negociar con terroristas mientras no abandonen las armas.
Eso es lo que se nos ha venido repitiendo desde hace años, cual si de una verdad evidente por sí misma se tratara. Y eso es lo que los gobiernos de Londres, Dublín y Washington no han hecho. Han negociado con terroristas que no habían abandonado las armas. Y han llegado a un acuerdo con ellos.
"¡No cabe comparar a ETA con el IRA!", claman los guardianes del dogma. ¿Y por qué no? Desde su punto de vista, ETA y el IRA son exactamente iguales. Asesinan lo mismo. En nombre de lo mismo. Con idénticos métodos. Las bombas del IRA en los grandes almacenes del centro de Londres o en los pubs de Birmingham no son ni mejores ni peores que las de ETA en los grandes almacenes de Barcelona o en las calles de Madrid. Las balas del IRA no gozan de ninguna prerrogativa de la que carezcan las de ETA: nada más parecido a un orificio de bala que otro orificio de bala. Sobre todo en sus efectos.
Si pretenden que el estigma del terrorismo es absoluto, si parten de que el terrorismo no deja lugar para consideración accesoria de ningún tipo, tanto debería darles que el terrorista rece a San Patricio o cite a Franz Fanon, se deleite con los Chieftains o con Benito Letxundi.
Si fueran coherentes, deberían condenar las conversaciones de Stormont. Y repudiar el acuerdo.
Pero no lo hacen, y yo me alegro. No mejora con ello gran cosa mi consideración sobre su coherencia, desde luego, pero sí me aclaran en qué términos abordan realmente el problema.
Demuestran que cuando dicen jamás debemos entender que están pensando tan sólo por ahora.
Javier Ortiz. El Mundo (15 de abril de 1998). Subido a "Desde Jamaica" el 15 de abril de 2012.
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