Ironizan algunos amigos míos, ateos de pro, con las ventajas que ha tenido el caso Gescartera para la restitución de la verdadera imagen de la Iglesia católica: «¡Ésta es la Iglesia de verdad, sí señor, la que alterna el saludo brazo en alto con la mano en la caja!».
Yo también solía bromear en tiempos en esa misma línea, defendiendo que las misas fueran en latín, oponiéndome a que los curas prescindieran de la sotana y reclamando que la enseñanza religiosa comportara una buena dosis de bofetones diarios a los críos. Qué duda cabe de que una Iglesia convenientemente carca y abusona facilita mucho la labor de los anticlericales. Cuanto más simples son las cosas, más se justifica el simplismo.
Pero las cosas casi nunca son simples. Ayer, Nicolás Castellanos, que fue obispo de Palencia y dejó la prebenda para irse a trabajar al lado de los desheredados de Santa Cruz de la Sierra, en Bolivia, criticó las inversiones milmillonarias de la Iglesia católica en Gescartera: «En un mundo en el que 1.300 millones de personas viven con un dólar al día, yo no puedo dedicarme a invertir dinero. Tengo que dedicarlo a suprimir el hambre», dijo.
Lo siento por mis amigos anticlericales: esa Iglesia también existe.
A estas alturas de mi vida, lo que más me irrita de los anticlericales de izquierda -de izquierda de verdad, quiero decir- es que no se den cuenta de que la fe en Dios es tan justificable -o tan injustificable- como cualquier otro tipo de fe. Creer en las posibilidades de superar la opresión de clase implica apuntarse a una hipótesis científicamente tan indemostrable como la existencia de Dios. El ansia de trascender la realidad puede encauzarse en la mente humana de muy diversos modos, y el religioso es tan lícito como cualquier otro. Es totalmente injusto que se haga burla de él. Más aún desde la izquierda radical, que debería considerar el hecho de que las comunidades cristianas de base son de lo poquito decente organizado que queda en este país.
A mí me pasa como al pobre Lamarck, científico francés del XVIII, al que le preguntaron por qué no había hecho ni una sola mención a Dios en un tratado de Ciencias Naturales que había escrito. Don Jean-Baptiste contestó: «No tengo necesidad de esa hipótesis». Yo no soy creyente porque nunca he sentido la necesidad de esa hipótesis. Pero he optado por otras hipótesis fantasiosas: la Justicia, la Solidaridad, la Igualdad... En suma: que soy creyente de otro tipo.
Javier Ortiz. Diario de un resentido social (5 de septiembre de 2001). Subido a "Desde Jamaica" el 6 de junio de 2017.
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