George Bush pide más dinero al Congreso de los Estados Unidos para mantener la ocupación de Irak y reclama que los países que integran la ONU envíen tropas, pero bajo mando norteamericano. La prensa de su país le responde -dicho sea así para abreviar- que si se ha vuelto loco o está tonto.
Ni lo uno ni lo otro: sufre un atracón de soberbia. Sólo eso explica que tenga las narices de solicitar a quienes le dijeron que no fuera a la guerra que asuman ahora los gastos -y el desgaste- de sus consecuencias.
No recuerdo quién dijo aquello de que Napoleón era un loco que se creía Napoleón. Bush se parece a Napoleón sólo en un punto: la megalomanía. Bonaparte creyó que podía conquistarlo todo, y durante muchos años los hechos parecieron darle la razón, puesto que ningún ejército frenaba sus avances. Pero, lo mismo que Hitler más de un siglo después, cometió el error de ocupar demasiado territorio. Y de quedarse en él.
Vencer parece más rápido, sencillo y contundente que convencer pero, a la larga, resulta mucho más oneroso. El convencido se administra solo. Al vencido hay que tenerlo a raya.
En los tiempos en los que Nikita Jruschov creyó necesario mostrar a la China de Mao su poderío militar y ordenó a su Ejército disparar contra las tropas chinas sobre las aguas del río Usuri, frontera entre ambos países, corrió por Moscú un chiste que tenía muy mala uva.
Contaba que el conflicto se ponía cada vez más feo y que se llegaba a la guerra total entre las dos potencias. El primer día de guerra, el ejército soviético atacaba y hacía dos millones de prisioneros chinos. El segundo capturaba diez millones de combatientes de la República Popular. Durante el tercero se le rendían ochenta millones de soldados chinos. Al cuarto, cien millones. Al quinto día, el premier soviético recibía un telegrama enviado por Mao Zedong. El texto era tajante: «¿Ha entendido? Ríndase».
Al igual que tantos otros de sus antecesores en el mando de un imperio, George Bush se ha dejado fascinar por la belleza de sus armas, como Leonard Cohen en Manhattan. Pero las armas dan miedo, no razón. Y para conservar el miedo en los territorios ocupados, hace falta mantener en ellos las tropas que puedan usar las armas, si hace al caso. Y eso sale caro. Y a los afectados -incluidos los que integran las tropas en cuestión, y los que las financian con sus impuestos- acaba por resultarles antipático.
No me sorprende demasiado que Bush, cuyas luces son las que son, desconsiderara la posibilidad de que la guerra se le envenenara. Me deja perplejo, en cambio, que los responsables de la maquinaria estratégica mayor del mundo no hubieran previsto que las cosas podían seguir el rumbo que han seguido.
Debe de ser que, a fuerza de mentir y de mentir, acabaron por creerse sus propias mentiras.
Reconforta comprobar que son tan falibles.
Javier Ortiz. Apuntes del natural (8 de septiembre de 2003) y El Mundo (10 de septiembre de 2003). Hay algunos cambios, pero no son relevantes y hemos publicado aquí la versión del periódico. Subido a "Desde Jamaica" el 3 de diciembre de 2017.
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