Se ha dicho -y es cierto- que el resultado de las elecciones de hace un mes fue el mejor de los posibles. No, desde luego, el mejor de los teóricamente imaginables, sino de los realizables prácticamente, considerado el punto en el que están las cosas (y las personas).
A muchos les ha defraudado que el felipismo no se viniera abajo con todos los filisteos. En realidad, esa hipótesis no estaba siquiera planteada. Porque, para la inmensa mayoría, el voto no es una opción moral y política, sino un modo de defender sus intereses. Y un tinglado de las dimensiones del montado por González y los suyos durante trece años crea obligatoriamente una red de intereses mutuos que implica a millones de personas. A muy diferentes escalas, por supuesto: no es ni mucho menos igual, ni monetaria ni éticamente, el interés que podía tener Enrique Sarasola en que su amigo Felipe siguiera en La Moncloa que el que movía a dar su voto al PSOE -digamos, por no volver a echar mano del socorrido PER- a la trabajadora en la industria clandestina del calzado de Elda, temerosa de que un cambio de Gobierno pudiera dar al traste con ese trabajo negro del que malvive.
Hablo de los muchos intereses, de muy diverso peso y consideración, que incitan a votar en un determinado sentido. No sólo de los intereses reales, sino también de los supuestos: el conservadurismo, en sentido estricto -el recurrente «que me quede como estoy»-, opera siempre en favor del que ocupa el Poder, y el que ocupaba el Poder era el PSOE.
Miradas así las cosas, lo sorprendente es que el PP consiguiera vencer, así fuera sólo por trescientos mil votos. Experiencias históricas semejantes han dado resultados mucho peores. No necesitamos irnos hasta México para comprobarlo: la democracia cristiana italiana tomó en sus manos después de la II Guerra Mundial el timón de la nave del Estado y no lo soltó hasta que los jueces la pusieron a la sombra, medio siglo después.
Que la victoria del PP fuera limitada no sólo entra en la lógica de las cosas. También puede considerarse ventajosa. No probablemente para el PP, por mucho que se declare presto a hacer de la necesidad virtud, pero sí para quienes, aunque llegáramos a considerar insufrible la mafia felipista, estamos ideológica y políticamente muy distantes -no sé si en las antípodas pero por ahí- de la derecha española. José María Aznar gobernará, pero no podrá aplicar su programa máximo, y eso dista de ser malo: cuanto más recorte sus querencias naturales en algunos terrenos -en el del nacionalismo español y en el de la política cultural, muy principalmente-, tanto mejor para los que no simpatizamos con ellas.
Pero las cosas tienen la manía de no ser absolutas. Está bien que el PSOE haya de desalojar el Gobierno y está bien que el PP no consiga ocuparlo por entero y compartirlo. Pero el caso es que, amén de repartírselo con las fuerzas nacionalistas mayoritarias -que plantean sus graves problemas específicos, sobre todo en materia de política económica y social-, deberá cogestionarlo también con el PSOE, que seguirá conservando parcelas muy considerables de Poder.
Esa situación nos deja a algunos nadando entre dos aguas. Porque el felipismo no ha desaparecido y sigue siendo un peligro. Pero, a la vez, el PP, como partido en el Gobierno, se convertirá cada vez más en otro peligro, y no necesariamente menor: el BOE puede ser mortal. ¿Cómo combatir el felipismo -que nada ni nadie nos asegura que sea residual: que puede volver a las primeras de cambio- sin hacer el juego de los nuevos gobernantes? ¿Y cómo combatir a los nuevos gobernantes -y perdónenme que dé por hecho que nos proporcionarán sobrados motivos para combatirlos- sin favorecer con ello la pronta vuelta del horror felipista?
Lo peor del resultado de las elecciones del 3-M es que constató un hecho lamentablemente ya sabido: que la auténtica izquierda tiene aquí un peso social muy escaso. Un ocho, un diez por ciento en las urnas: no más. Y sobre esa base social no se puede construir nada que sirva de alternativa real al emporio político que ha supuesto -que todavía supone- el felipismo y al inicio de emporio que empezará pronto a poner en marcha el PP.
Nadando entre dos aguas. O cogidos entre dos fuegos. Habrá que edificar buenas defensas y afinar mucho la puntería para que no nos acribillen.
Javier Ortiz. El Mundo (13 de abril de 1996). Subido a "Desde Jamaica" el 13 de abril de 2012.
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