«Cataluña es una nación; España no es una nación». Pujol dixit. René Descartes sostenía: «No discutiré sobre palabras, a condición de que me digan qué significan». Para poder polemizar sobre si Cataluña es una nación, si lo es España, si lo son ambas o no lo es ninguna, si lo es la una dentro de la otra, o si lo son cada una por su cuenta y riesgo, lo primero que hace falta es precisar qué se entiende por nación.
La noción de nación, en suma.
¿Es la nación un dato objetivo? ¿Cabe someter a los pueblos a un cuestionario para determinar si forman o no forman una nación? ¿Hay que conformarse con el sentimiento, y que sean nación todos los pueblos que mayoritariamente creen serlo?
El concepto de nación es histórico. Ha sufrido muchas mutaciones desde que apareció en el lenguaje político. En el Africa moderna, hay naciones configuradas con regla y tiralíneas. En la vieja Europa actual, las fronteras se diluyen sin que nadie haya estudiado seriamente ni cómo, ni para qué.
Pero incluso eso es secundario: antes de decidir quién es nación y quién no, hay que determinar qué derechos se desprenden del hecho de ser o no ser nación.
Porque supongo que nadie reivindicará para su colectividad el título de nación nada más que para exhibirlo en su escudo de armas.
Que me precisen qué derechos consideran que tienen adquiridos, los unos y los otros, por el hecho de ser nación.
Paso de pompas.
Prefiero discutir de realidades.
«Y si España no es una nación, ¿qué nacionalidad tengo yo? ¿Seré tal vez apátrida?», bromea -medio bromea- el director de un excelente magazine radiofónico.
Yo fui durante cinco años apátrida. Oficialmente apátrida, quiero decir. No me sentí nada incómodo. ¿Es imprescindible sentirse parte de alguna grey? Yo me siento más confortable independizado de todas.
El nacionalismo cala hasta los tuétanos. Me temo mucho que los peores nacionalistas sean los que ni siquiera saben que lo son.
Soy vasco. Bueno, es una de las muchas cosas que soy sin haberlas elegido. A fuerza de serlo, me he acabado acostumbrando. Es lo que se llama educación: me emocionan la txirula y la alboka, me estremece la fuerza visceral del irrintzi, me siento arropado por el verde del campo y la lluvia del cielo, me gusta la mar viva.
Y qué. No es ni mejor ni peor que nada.
¿Una nación? Subido sobre el puente del Támesis, viendo a cada orilla un Londres distinto -de un lado la opulencia, del otro la miseria-, un joven abogado ruso llamado Vladímir Uliánov sentenció a comienzos de este siglo: «Two nations!».
Cataluña no es una nación: es por lo menos dos naciones. Quizá tres; puede que más.
España no es una nación: hay muchas naciones en España.
La España que vive bien es una nación. La que sobrevive en el paro es otra. La España que se ha nacionalizado tras viajar a través del Estrecho, otra más. Pero no tiene papeles.
Una nación detiene su coche ante el semáforo; otra espera a que alguien baje la ventanilla para venderle La Farola.
¡Ah, si alguna vez consiguiéramos ser algo menos patriotas y un poco más hermanos!
Javier Ortiz. El Mundo (9 de octubre de 1998). Subido a "Desde Jamaica" el 18 de octubre de 2012.
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