La escena se produjo en la madrugada del 28 de julio en una cafetería de la costa mediterránea. La selección española de fútbol estaba siendo vapuleada por el equipo de Argentina en algún remoto estadio de los EEUU. Un hombre miraba la televisión con aire aburrido. La camarera recogía las mesas. Al pasar junto a él, como por decir algo, le preguntó:
-¿Qué, cómo vamos?
-¿Vamos? -le respondió él-. No sabía que tú jugabas.
La gran mayoría asume como la cosa más natural del mundo que, si un atleta o un equipo tienen su misma nacionalidad de origen -la española, en este caso-, hay que identificarse con su causa y desear su victoria fervorosamente. Pero esa actitud patriótica no tiene nada de natural. A no ser que consideremos el patriotismo -el nacionalismo- como algo natural.
Las competiciones deportivas son extremadamente propicias para la exhibición masiva de actitudes nacionalistas. Los Juegos de Atlanta me lo han demostrado una vez más. «La televisión norteamericana solo se interesa por lo que hacen sus deportistas», escuché quejarse amargamente a un cronista de radio que llevaba la intemerata hablando solo de las citas olímpicas en las que participaba, había participado o iba a participar algún español, aunque careciera de la más mínima posibilidad de triunfo.
Eso es, con mucho, lo peor del nacionalismo: que se cuela en las conciencias en silencio, como de puntillas, sin hacerse notar. El nacionalista solo percibe el nacionalismo foráneo. El suyo le resulta lógico, inevitable: ¿cómo no va a parecerle mejor su país, si de hecho es mejor?
No pretendo que se extirpe el nacionalismo. No solo porque es meta imposible. También sería seguramente inconveniente. Entre cada individuo y el universo hay muchas mediaciones que envuelven y moldean su identidad: la familia, los amigos, los del propio bando -sea el bando que sea y en función de lo que sea-, la ciudad, la patria chica -que en ocasiones también es la grande-, el idioma materno... Hay parte de nuestro propio yo en todos y cada uno de esos círculos concéntricos que nos rodean. Sirven de empalizadas psicológicas que nos protegen del amenazante exterior y que, a la vez, nos ayudan a crear la ficción de que no estamos solos ante la existencia.
Pero conviene ser consciente de que sentirse español -o vasco, o catalán, o quebequés-, es decir, trascender el hecho -en algún lugar hay que nacer y residir- y convertirlo en factor de orgullo y bandería, no es sino una muestra más de nuestra debilidad como individuos, de la dificultad que padecemos los humanos para ser verdaderamente individuales, o sea, verdaderamente universales.
Seamos entonces nacionalistas y «sintamos nuestros colores», si es que no hay más remedio. Pero hagámoslo al menos conscientes de que damos con ello una lamentable prueba de endeblez ideológica. Reconociéndonos culpables de leso humanismo.
Javier Ortiz. El Mundo (7 de agosto de 1996). Subido a "Desde Jamaica" el 14 de agosto de 2011.
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