Un lejanísimo ancestro mío -uno de mis tatarabuelos paternos, o el padre de uno de mis tatarabuelos paternos, o algo de ese estilo- tuvo un destacado concurso en la Guerra de la Independencia, lo que le valió el título de marqués.
La verdad es que, presentado así, cualquiera diría que fue alguien.
Lo contaré de modo más concreto, a partir de las informaciones -ignoro en qué medida verídicas- que he logrado reunir sobre el particular de este singular particular.
Parece que el caballero en cuestión, al que llamaron «el héroe Moreno» -mi abuelo se apellidaba Ortiz Moreno-, ejercía por las serranías del sur de Andalucía, en el tiempo en que José Napoleón y los suyos atravesaron el Pirineo con ánimo de ilustración y conquista, una actividad de dudosa licitud, que los más severos del lugar -no muy dados al tropo y la metáfora- decían que estaba a caballo entre la falsa preservación del orden y el neto bandolerismo.
Lo que parece que nadie discutía, en cualquier caso, es que estaba a caballo.
Llegaron los franceses y él, como no pocos otros de su género, volvió sus iras y su arcabuz contra los gabachos, sin duda porque era difícil entenderse con ellos y, además, llevaban la bolsa llena, lo que confería expectativas de indiscutible interés a la pelea.
Al final, gracias al singular heroísmo español y a la organizada contundencia de los ejércitos ingleses, fueron expulsados los Bonaparte de la península, lo cual tuvo por efecto que Fernando VII regresara de su dorado exilio francés. Un hecho que fue recibido aquí con división de opiniones, porque los enteradillos de la época pretendían que el caballerete se había portado como un cobarde, lo cual presentaba el doble inconveniente de resultar gravemente infamante y de ser verdad.
Andaba Fernando VII necesitado de apoyos entre los héroes de la Resistencia y, como quiera que mi ancestro no estaba dispuesto a prestarle su apoyo, pero sí a vendérselo, el Rey lo nombró rápidamente marqués, a cambio, supongo, de una larga sucesión de arengas terminadas con un puñado de rotundos «¡Vivan las caenas!». Se elevó así mi pariente a las cumbres de la Nobleza, llevándonos con él -estoy seguro de que involuntariamente- a sus imprevistos sucesores.
Tiene el tal Moreno, según me cuentan, una estatua en Antequera.
Cuenta la hagiografía familiar que el «héroe Moreno» debió su sobrenombre a un acontecimiento terrible, en el que demostró una presencia de ánimo «totalmente fuera de lo común». Dícese que las tropas francesas, en una de sus incursiones, lograron prender a su esposa, llamada María, y tomarla presa, tras de lo cual lo conminaron a rendirse, con la amenaza de matar a la pobre mujer. Y que, entonces, él, valiente y soberbio, se negó a deponer las armas y lanzó a su señora por sobre las trincheras, cual Guzmán el Bueno, un grito henchido de entrega patriótica: «¡Aprende, María, a morir por España!».
Soberana tontería, porque aprender a morir, a falta de ejercicios prácticos repetibles, es un objetivo imposible.
No sé. Digo yo que de haber existido por entonces una Ley de Divorcio en condiciones se podría haber evitado un incidente tan grotesco. Mi familia se habría quedado sin su ridículo marquesado, pero lo mismo la pobre María hubiera encontrado una pareja más presentable.
Javier Ortiz. Diario de un resentido social (30 de noviembre de 2001). Subido a "Desde Jamaica" el 30 de junio de 2017.
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