"Montesquieu ha muerto". Cuando lo afirmó el por entonces vicepresidente Alfonso Guerra hace ya muchos años, se montó la gran escandalera. Lo pusieron –lo pusimos– a caer de un burro. Pero por diferentes motivos. La mayoría le acusó de revolverse contra la esencia misma del Estado de Derecho. Otros no criticamos el diagnóstico, sino su valoración. Le reprochamos que le pareciera bien. Y lo mucho que estaba trabajando para conseguirlo.
De entonces a aquí todo ha ido a peor. No a mucho peor, porque casi todo el trabajo estaba ya hecho. Digamos que a todo lo peor que cabía.
Los mismos que se llevaron las manos a la cabeza escandalizados ante las palabras de Guerra se encargaron de rematar la faena, así que llegaron al poder.
Asumieron también el encargo de elaborar la coartada necesaria para justificarla. Llamaron a eso «la razón de Estado».
Conforme al principio de división de poderes expuesto en su día por Charles de Secondat, barón de Brède y de Montesquieu, el Estado de Derecho consta de tres brazos –el ejecutivo, el legislativo y el judicial– que tienen, entre otras muchas, la fundamentalísima función de vigilarse entre sí para evitar sus eventuales excesos. El equilibrio general del Estado surge de la acción moderadora de esos tres poderes, cada uno de los cuales atiende a que ninguno de los otros dos exceda el terreno de sus competencias. Fruto de esa interacción es la tradicional relación tensa, propia de los estados de Derecho, entre los protagonistas de cada uno de los poderes y, muy especialmente, entre el ejecutivo y el judicial.
Basta con constatar cuán idílicas son hoy en día las relaciones entre el Gobierno y los órganos superiores de la Justicia para confirmar que, en efecto, Mostesquieu pasó hace tiempo a mejor vida. Jueces y ministros departen amigablemente e intercambian criterios y propósitos. El Tribunal Supremo se ajusta una y otra vez a los deseos del Gobierno. El Tribunal Constitucional –entrenado en ello desde la bochornosa sentencia de Rumasa– tampoco falla cuando lo que se juega es una «cuestión de Estado». Todo el mundo habla con total desenvoltura de la adscripción partidista de los magistrados de mayor ringorrango: que si éste es de la cuerda del PP, que si aquel otro es de la del PSOE... El caso más descarado: creo que ya no queda ni un solo magistrado de la Audiencia Nacional que no haya sido condecorado por el Ministerio del Interior. Algunos, con medallas pensionadas, de ésas que dan dinero. ¡La Policía festejando a los jueces! Lo nunca visto ha pasado a ser rutina. Ya, hasta aparecen comunicados elaborados mano a mano entre ambos.
Faltos de vigilancia y de freno, convertidos los tres poderes en uno solo, nada hay ya que impida sus excesos. Por eso menudean. E irán a más.
Javier Ortiz. Diario de un resentido social (18 de julio de 2003) y El Mundo (19 de julio de 2003). Subido a "Desde Jamaica" el 18 de julio de 2009.
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