Cada uno de los 562 inmigrantes clandestinos que fueron rescatados ayer cerca de las costas italianas en un barco a la deriva había pagado 2.000 dólares por el viaje. Unas 380.000 pesetas. Eso se lee en la noticia que publican hoy los periódicos.
Ya sé que es engañosa. Que no cuenta que esos 2.000 dólares, en la mayoría de los casos -si es que no en la totalidad-, los consiguieron suscribiendo préstamos terribles, que les comprometieron a pasarse meses trabajando nada más que para devolver no sólo el dinero recibido, sino también los intereses usurarios, y que aceptaron que, en caso de no restituir el préstamo en las condiciones pactadas, los prestamistas podrían quedarse con sus casas y enseres.
Pero una parte sí hay de cierta en la noticia: son personas que tenían lo suficiente como para que los usureros, poco dados a las inversiones a fondo perdido, se decidieran a hacerles el préstamo.
¿Qué revela eso? Algo que nuestra opinión pública desconoce: que los habitantes del Tercer Mundo que se deciden a dar el salto a Europa -en barcos clandestinos, en pateras, escondidos en camiones: como sea- no forman parte del sector más paupérrimo e inculto de la población de sus respectivos países. Muchos de ellos son personas con estudios, integrantes de las clases medias de sus naciones de origen. Los más miserables no tienen fuerzas, ni económicas ni morales, para lanzarse a la aventura de la emigración. Se quedan clavados a su desgracia.
La tragedia de la inmigración clandestina tiene esa vertiente negativa suplementaria: supone también una descapitalización humana del Tercer Mundo. Vacía los países pobres de sus hijos e hijas más cultos y emprendedores.
En realidad, todo es aún peor de lo que parece.
Javier Ortiz. Diario de un resentido social (23 de abril de 2001). Subido a "Desde Jamaica" el 6 de mayo de 2017.
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