Los dos males misteriosos de este comienzo de siglo -el de las vacas locas y el ya bautizado como síndrome de los Balcanes- tienen, frente a sus muchos y obvios inconvenientes, una virtud, al menos: están demostrando al común de los ciudadanos que no puede creerse una palabra de lo que dicen sus autoridades políticas.
La palma se la llevan los gobernantes británicos, que han quedado como perfectos mentirosos en ambos asuntos. Probablemente los demás habrán faltado a la verdad tanto como ellos, pero se les ha notado algo menos hasta ahora. En cualquier caso, todos, sin excepción, han ocultado a sus respectivas ciudadanías información relevante, en nombre del sacrosanto criterio de «no sembrar la alarma».
El ministro de Defensa español, Federico Trillo, lo ha teorizado: según él, ya hay suficiente gente que disfruta sembrando la alarma; el Gobierno no debe darles pábulo. En su criterio, los gobiernos tienen la obligación de contrarrestar las tendencias al alarmismo. ¿Y qué es lo contrario del alarmismo? La ocultación de los motivos de alarma, sin duda alguna.
En el caso del síndrome de los Balcanes, Trillo se aferra una y otra vez al mismo argumento: no se ha demostrado que haya una relación de causa-efecto entre el uso de proyectiles de uranio empobrecido y la aparición de tales o cuales enfermedades eventualmente mortales.
A ello cabría contestarle que, si el encargado del análisis del problema es quien pudo estar en su origen -es decir, la OTAN-, resulta altamente improbable que encuentre ninguna relación. Ni de causa-efecto, ni de parentesco, de lejana amistad. Pese a lo cual, Trillo insiste en que sea la Alianza Atlántica la encargada de llevar adelante la investigación. Lagarto, lagarto.
Hay diversos modos de establecer relaciones hipotéticamente causales. Si un determinado colectivo humano -en este caso, el de los soldados que estuvieron destinados en los Balcanes- es víctima de enfermedades graves en una proporción muy superior a la de la media de la población, está claro que ahí hay gato encerrado. Tal vez no se sepa de qué gato se trata, en concreto, ni cuál es su color -que si blanco, que si negro-, pero está, vaya que sí está, y negarlo es del género idiota. O del género cínico, más bien.
Confío en que esta sórdida historia del síndrome de los Balcanes sirva para que el personal saque otra lección: no hay que ir nunca de la mano de cierta gente. Por noble que parezca la causa a primera vista. El Pentágono y la OTAN son como los intestinos: puedes alimentarlos con lo más exquisito, pero ellos no saben producir más que mierda. Y, llegado el caso, sangre.
Javier Ortiz. Diario de un resentido social (7 de enero de 2001). Subido a "Desde Jamaica" el 14 de enero de 2012.
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