Acudí ayer a una mesa redonda en el Ateneo de Madrid sobre la Constitución y sus posibilidades de reforma. Quería saludar a uno de los ponentes: mi amigo José Ignacio Lacasta-Zabalza, al que hace tiempo que no veía.
Lacasta intervino con su tradicional finura analítica y su inseparable humor socarrón.
Retuve particularmente dos puntos de su intervención.
Se refirió al Preámbulo de la Constitución para señalar cómo, a diferencia de la portuguesa, la Constitución Española de 1978 no hace la más mínima referencia al pasado fascista cuya legalidad pretendía sustituir. Recuerda cómo esa ausencia no fue fruto de ningún olvido, sino el resultado de un patético debate parlamentario en el que los padres constituyentes acordaron que de lo que se trataba era de reformar el franquismo y no de romper con el franquismo. (Otro de los ponentes del acto de ayer, Raúl Morodo, confirmaría después ese extremo. Contó que el borrador del Preámbulo contenía una condena expresa del régimen franquista, pero que fue retirada «por consenso». «Se hizo lo que se pudo», dijo, a modo de justificación. Es la enésima vez que oigo la misma excusa, y siempre pienso lo mismo: esta gente busca refugio en el impersonal -«se hizo», «se pudo»- para eludir sus concretísimas responsabilidades. La verdad es que ellos hicieron lo único que ellos fueron capaces de hacer.)
El segundo punto que retuve del parlamento de Lacasta se refiere a la reforma fáctica de la Constitución que viene produciéndose desde hace años. Es algo así como una aplicación del viejo dicho: «Haz tú las Leyes y déjame a mí los Reglamentos». Poco importa los hermosos principios que pueda formular aquí y allá el texto constitucional si las leyes encargadas de regular la práctica ciudadana concreta se dedican a enmendarles la plana. Es el caso, muy especialmente, del Código Penal, llamado muy certeramente «el negativo de la Constitución» (mientras la una proclama los derechos, el otro se encarga de las prohibiciones): el Código vigente vulnera el espíritu de la Constitución en muy diversos puntos. Es también el caso de la Ley de Extranjería, que limita gravemente derechos que la Constitución otorga a todas las personas.
Tras el acto, nos fuimos a cenar. Le dije a Lacasta que en el foro de esta página web tiene lectores que aprecian su trabajo y le hablé de la posibilidad de montar algún día un chat con él como invitado especial. Le pareció una idea excelente y se mostró muy dispuesto a ello.
También estuvo en la cena Eugenio del Río, otro buen amigo y otro excelente politólogo, de dos de cuyas obras hay constancia en esta misma web.
Me dijo Del Río que ha estado dándole vueltas a una idea: la de hacer un Museo del Antifranquismo. Se trataría de reconstruir lo que fue la lucha antifranquista a través de documentos -panfletos, fotografías, periódicos clandestinos...-, de objetos -desde las viejas y entrañables vietnamitas a los instrumentos de tortura usados por la policía política de Franco, pasando por el instrumental de falsificación de documentos oficiales-, de la reconstrucción de escenarios -una celda de comisaría, otra de una cárcel, una imprenta clandestina, etc.-, de testimonios grabados en vídeo, de películas...
Le dije que la idea me parecía muy buena.
«Pues yo la he descartado», me contesto. Y me explicó por qué: «Para empezar, habría que montar un grupo promotor con gente de diversas tendencias... Sus integrantes no tardarían en reñir. En segundo lugar, harían falta fondos ingentes. A ver de dónde se saca el dinero. Luego, habría que decidir dónde lo pones. Madrid sería lo más cómodo, por razones geográficas, pero presenta desventajas. En fin, es muy probable que los fascistas se cebaran con un Museo así. Tendría que soportar agresiones constantes...».
Admití la solidez de los argumentos.
«A cambio, he pensado», prosiguió Del Río, «que lo que sí podría hacerse es un libro que recogiera, en un gran mosaico, todos esos aspectos: descriptivos, de testimonios... Todo lo que se pudiera. Un libro que permitiera a quienes no han conocido la lucha clandestina contra el franquismo hacerse una idea de cómo fue».
Y entonces vino lo peor. Porque concluyó: «...Y he pensado que la persona más adecuada para escribir ese libro serías tú».
Cielos.
Quedamos en vernos para seguir hablando de ello.
Pero desde anoche no paro de darle vueltas a la cosa. ¿Acabaré por tener que trabajar?
Javier Ortiz. Diario de un resentido social (18 de noviembre de 2000). Subido a "Desde Jamaica" el 5 de mayo de 2017.
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