Ya en vuelo hacia Bilbao para acudir al funeral de José María Lidón y a la posterior manifestación, José María Aznar decidió volver grupas y regresar a Madrid. Acababa de enterarse de que la familia del magistrado asesinado por ETA no quería que el funeral estuviera presidido por políticos y que, en razón de ello, había reservado los cinco primeros bancos de la iglesia a los familiares y allegados de la víctima.
Lo súbito de la decisión del jefe del Gobierno pilló con el pie cambiado a los encargados de explicarla. Finalmente unificaron las diversas versiones iniciales y se atuvieron a un solo guión: Aznar no acudía porque la decisión de la familia planteaba «problemas de seguridad y de protocolo».
Basta con reflexionar un poco sobre el asunto para desechar la excusa de la seguridad. No es más difícil proteger a un señor porque esté sentado en la fila sexta de la iglesia en vez de en la primera. Eso sin contar con que el interior de una iglesia es, filas al margen, uno de los sitios menos propicios para la comisión de un atentado: a ver cómo se las arreglan los terroristas para huir. Puestos a atentar contra él, la manifestación posterior hubiera constituido un escenario mucho más favorable. En fin, si el cambio de asientos planteaba problemas de seguridad, digo yo que se los plantearía a todas las autoridades asistentes, incluido el ministro de Justicia, Ángel Acebes, que sí acudió.
De modo que la única razón que se tiene en pie es la del protocolo. Aznar juzgó que, si no le dejaban sentarse en un lugar preeminente no otro es el significado etimológico de presidir, renunciaba a acudir al acto fúnebre.
Debió tener en cuenta esta circunstancia cuando sentenció, ya hace tiempo, que nada ni nadie podían hacerle desistir de estar presente en los entierros de las víctimas de ETA. «Salvo que haya razones de protocolo», debería haber precisado.
El incidente tiene, a falta de otros, un valor simbólico. Sobre todo porque no es el primero de este género que protagoniza el jefe de filas del Gobierno del PP. También provocó un más que triste rifirrafe en la multitudinaria manifestación que se celebró en Barcelona tras el asesinato de Ernest Lluch, cuando pretendió que el lehendakari Ibarretxe no estuviera en la cabecera del cortejo.
Estas cosas revelan hasta qué punto los intereses políticos, incluso los más mezquinos, interfieren constantemente en la materialización práctica de esa consigna tantas veces y tan retóricamente repetida: «Todos unidos contra el terror».
Para promover la unidad hace falta atenerse a lo que hay de común en el conjunto, aceptando la renuncia a una parte de lo propio. De lo contrario, lo que se reclama no es unidad, sino sumisión.
Javier Ortiz. El Mundo (10 de noviembre de 2001). Subido a "Desde Jamaica" el 11 de diciembre de 2012.
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