Cuando me detuvo la Guardia Civil en el Pirineo catalán, allá por julio de 1974, según trataba de regresar a Francia después de haber hecho un periplo político por la península, todo el interés de mis allegados era lograr que la Policía no descubriera quién era yo en realidad. Hacía muy poco que los amigos del Movimento de Esquerda Socialista de Portugal nos había hecho llegar un informe que la Policía política del franquismo había pasado a sus homólogos de la PIDE, entonces recién desmantelada, en el que se me describía como uno de los principales dirigentes de la extrema izquierda vasca. Yo llevaba documentación falsa y me hacía pasar por un joven de Calatayud recién doctorado en Filosofía por la Universidad de Barcelona que hacía una excursión domincal con dos amigos. Convenía entonces que nombrara un abogado cuya elección no dejara trasparentar mi militancia antifranquista. «Coge a Manuel Jiménez de Parga», me aconsejaron. «No está muy a malas con el Régimen». Es lo que hice. Mi representación legal -formal- corrió durante un par de meses a cargo del despacho de ese caballero que no estaba «muy a malas» con la dictadura.
Lo perdí de vista -no de oídas- hasta que, con el tiempo, me lo topé escribiendo breves artículos para Diario 16. Firmaba con el seudónimo de Secondat, evocando el apellido del barón de Montesquieu. Reconocí en aquellos articulitos su imprudente verbosivad, su enquistado derechismo y, sobre todo, su estomagante y visceral nacionalismo español. Es una maldición que arrastra Cataluña: la de los foráneos que se instalan en su suelo, hacen carrera en él y le demuestran su agradecimiento poniendo mala cara a la realidad de sus diferencias.
Por lo que me cuentan, Jiménez de Parga añade a esas virtudes la de ser también un vago importante. Según otro catedrático de Derecho Constitucional, cuando todavía daba clases en la Universidad, el menda admitía que no hacía nada por ponerse al día en la disciplina de la que impartía enseñanza. «Estoy ya muy viejo para ponerme a estudiar», decía. Su magisterio olía a naftalina. A la naftalina que se usaba en España cuando él todavía estudiaba y lo más parecido a una Constitución que había por aquí eran los Principios Fundamentales del Movimiento. Demasiado viejo para estudiar, para cobrar, en cambio, estaba hecho un chaval.
Durante el trecenato felipista, don Manuel consiguió llamar la atención por los artículos de prensa en los que maldisimulaba su benevolencia hacia las actividades de los GAL y otros llamativos abusos de poder. Un hijo suyo -y no precisamente con su desaprobación- asumió la defensa de no recuerdo ahora qué acusado en el sumario sobre el caso Marey.
El historial -incluyendo la ignorancia constitucional- avala suficientemente las razones por las que el PP decidió apoyar su candidatura a presidente del Tribunal Constitucional, cargo en el que se desayunó llamando a Ibarretxe «lehendakari de Oklahoma», por el aquel de caer bien a sus padrinos y, ya de paso, ir sentando las bases de la imparcialidad de su magisterio. Ahora se ha vuelto a señalar asumiendo la defensa del general Rodríguez Galindo, al que ha tratado de exonerar y dejar en la calle por las más diversas vías. En su indisimulada parcialidad, ha tenido la santa jeró de decir que, si bien Galindo es sin duda culpable del secuestro de Lasa y Zabala, no está probado que tenga nada que ver con su tortura y asesinato. ¿Cuál es su hipótesis? ¿Que Galindo ordenó su secuestro pero luego olvidó que los tenía secuestrados y los subordinados de Galindo se insubordinaron y tiraron por su cuenta sin que él se enterara?
Ahora Jiménez de Parga -que larga, larga y no para- ha decidido asumir públicamente la defensa del indulto gubernativo para el ex capo del cuartel de Intxaurrondo. Como se ve, todo está en orden.
Javier Ortiz. Diario de un resentido social (28 de julio de 2002). Subido a "Desde Jamaica" el 26 de julio de 2017.
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