Escribía ayer sobre los dos males que llenan las portadas de los periódicos en este comienzo de siglo -el de las vacas locas y el ya bautizado como síndrome de los Balcanes- y los calificaba de «misteriosos».
Son misteriosos, sí, por ahora. Pero tienen otra característica aún más definitiva: son invisibles.
A efectos sociales, los males se dividen principalmente en visibles e invisibles.
Los males visibles producen gran indignación popular. Llegado el caso, incluso pueden ser motivo de importantes movilizaciones ciudadanas.
Aparcan un submarino nuclear averiado en Gibraltar y el personal de la zona monta en cólera.
Entierran doscientas vacas en una mina abandonada, empieza a oler mal, se ven gusanos por el camino, las aguas bajan sucias y el pueblo vecino arma la de Dios es Cristo.
Son males materializados, visibles.
Pero emiten CO2 como fieras a la atmósfera, se van cargando poco a poco pero irremisiblemente la capa de ozono y ¿quién se horroriza? ¿Quién se moviliza para pararles los pies? Cuatro gatos.
Se llenan las calles de coches, el aire de las ciudades se contamina, se agudiza toda suerte de enfermedades respiratorias, y el personal tan feliz, paseándose a diario y en masa con sus cochecitos por todos los centros urbanos.
Adulteran los alimentos con las peores marranadas -leí el otro día que en Estados Unidos han llegado a experimentar el engorde de las vacas... ¡con cemento!- y, mientras el sabor no denote nada especial, casi nadie dice nada.
Porque son males invisibles.
El dicho es del año de la Tarara, pero jamás había alcanzado tan alto grado de exactitud: ojos que no ven, corazón que no siente.
Los poderosos lo saben y hacen maravillas para que los males que causan vayan a más sin que se note.
Javier Ortiz. Diario de un resentido social (8 de enero de 2001). Subido a "Desde Jamaica" el 16 de abril de 2017.
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