A los que somos de cualquier sitio que no es Madrid pero que figura dentro de los mapas de España nos suele tocar bastante las narices que nos consideren «de provincias». Primero, porque la catalogación «de provincias» tiene un indudable resabio despectivo, como demuestra el adjetivo «provinciano», con el que algunos aluden a lo que, a su juicio, carece del necesario nivel cultural, entendida tal cosa como se quiera. Segundo, porque, en rigor, la ciudad de Madrid forma parte de una comunidad tan provincial -tan uniprovincial- como Santander, Logroño, Oviedo o Murcia, lo que equivale a decir que la ciudadanía madrileña es, en principio, tan provinciana como cualquier otra.
No faltan los procedentes de ciudades y latitudes de más longeva industrialización y más arraigada relación con las gentes del continente europeo que añaden a estas quejas una cierta irritación suplementaria, porque consideran que los usos y costumbres de la capital del Reino son bastante más «provincianos» -menos elegantes y refinados, quieren decir- que los de su lugar de origen. Se trata de una discusión que me apasiona más bien poco, tal vez porque soy natural de San Sebastián, ciudad cuyo arraigado carácter señorial me ha resultado siempre más molesto que ventajoso. (*)
Pero, si el uso de la expresión «de provincias» no da ciertamente prueba de ningún refinamiento, tampoco merece mejor aprecio la manía que tienen bastantes no madrileños de cargar a la población de Madrid con lacras que no le pertenecen. Quien vive en Madrid -sea nacido donde sea- puede identificarse con el centralismo español de más vieja raigambre, desde luego, pero no por el hecho de ser habitante de Madrid. La capitalidad aporta a la gran urbe mesetaria muchas ventajas, pero también muchos inconvenientes. No creo que el balance deje más en el haber que en el debe. Añádase a ello que el llamado «Gobierno de Madrid» apenas incluye madrileños, y que hasta en el Ayuntamiento de Madrid se oyen a veces más acentos seseantes que en los de algunas ciudades sureñas, como sabemos cuantos sobrellevamos con infinita paciencia los nada exultantes espiches diarios de doña Trinidad Jiménez.
Así he pensado desde que en 1976 posé mis reales en la ciudad de Francisco Gómez de Quevedo -pionero en el arte de capar el apellido paterno, tan frecuente en estos tiempos- y así hubiera seguido hasta el final de mis días de no ser porque empiezo a detectar algunos intentos, tan enérgicos como molestos, de elevar los aires capitalinos, de siempre ceñidos modestamente a la inocente chulería castiza y sainetera, a no sé qué altas cumbres de arrogancia y superioridad.
Algo me parece que tiene que ver en este asunto la megalomanía de Alberto (Ruiz) Gallardón.
Hoy he oído en la radio que «Madrid» aporta a «la riqueza nacional» una cantidad superior a la que le correspondería por su población. Daban la noticia transpirando orgullo capitalino por todos los poros. Me he quedado de piedra. ¿Será posible? ¿Ignorarán que «Madrid», como sede que es de la Hacienda del Estado, acoge el domicilio fiscal de un gran número de grandes empresas que cotizan en Madrid pero desarrollan su actividad en el conjunto del territorio, y a veces sólo lateralmente en Madrid? Lo que esas empresas «aportan a la riqueza nacional» no lo aporta «Madrid», sino las plusvalías de millones de ciudadanos y campesinos de tierra aquí y de mar allá. Madrid incluido, por supuesto.
Algo me dice que no tienen suficiente con el nacionalismo español y están tratando de promover un algo así como nacionalismo madrileño. Como aquella pijada de pegata que llevaban hace décadas algunos coches en la que se leía «Español, un orgullo; Madrileño, un título», pero con Juegos Olímpicos en rojo y gualda.
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(*) Léese en el Diccionario de la Real Academia Española: «Provinciano. (...) 5. adj. ant. Perteneciente o relativo a cualquiera de las provincias vascongadas, Álava, Vizcaya y Guipúzcoa, y especialmente a esta última. Era u. t. c. s.»
Javier Ortiz. Apuntes del natural (15 de febrero de 2005). Subido a "Desde Jamaica" el 25 de noviembre de 2017.
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