Por extraño que parezca en hombre tan volcado hacia el siglo XXI, José María Aznar está recuperando los modos de la Grecia y la Roma clásicas: gracias a él, vuelve a tener vigencia el oficio de oráculo.
Más inescrutable aún que los dioses del Olimpo, el presidente se ha instalado en el silencio. A nadie revela sus planes. No dice nada o, si habla, dice nada: generalidades sin contenido. Si se le pregunta, responde con una risita. «¿Quién será el nuevo secretario general, presidente?», le interrogan. Y él, como la Madame de la canción de Llach, «riu, riu i res no diu».
Es un misterio.
A la vista de lo cual, los que lo rodean se ven forzados a ejercer de augures, arúspices y sibilas. No lo hacen al estilo de aquellos que fundaban sus vaticinios en la minuciosa observación del vuelo de los pájaros, las hojas de los robles, la alimentación de los pollos sagrados y las entrañas de las víctimas. Poco dada a los ritos paganos, la gente del entorno de Aznar recurre a la tradición de la turca Klaros, cuyos oráculos se especializaron en interpretar los silencios de la divinidad.
Lamentablemente, su tasa de acierto no es demasiado elevada. «Hasta tus silencios, presidente, dictan lecciones magistrales», le lisonjeó Álvarez Cascos en el XI Congreso del PP, presumiendo de vidente ante la concurrencia. «Yo soy el que mejor interpreta los silencios del presidente», fardaba Miguel Ángel Rodríguez. Pues ya ven ustedes el éxito que han tenido los dos con su clarividencia.
Entretanto, Aznar se lo pasa en grande. Está feliz. Ha comprobado que cuanto más hermético se muestra, más temor y reverencia suscita en los suyos. Y no seré yo quien se lo critique, si él disfruta tanto y los otros se lo admiten.
Me molesta, eso sí, como simple ciudadano, que una organización política en la que todo se sujeta al indiscutible arbitrio del Jefe, con una rigidez jerárquica que hubiera sido la envidia del difunto Kim Il-Sung, se proclame democrática, y nadie se lo discuta. No digamos ya nada si, para más inri, el Jefe se permite afirmar con toda la jeró que la aplicación universal de su santa voluntad es una muestra de renovación democrática.
Habrá quien se sorprenda por este discreto pero irresistible endiosamiento de Aznar. Alguna gente de izquierda, inclinada a confundir brillantez y valía, se empeñó desde el principio en tomarlo por un mindundi de quita y pon. Yo nunca me he fiado ni un pelo de los aparatchiki hábiles en el juego de pasillos. Y menos de los bajitos rencorosos. Si sabré de qué hablo: yo mismo soy uno.
Javier Ortiz. El Mundo (18 de noviembre de 1998). Subido a "Desde Jamaica" el 28 de mayo de 2013.
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