PP, PSOE y CiU están de acuerdo -eso cuenta la radio, por lo menos- en que lo que hay que hacer con el centenar y pico de inmigrantes sin papeles que deambulan desde hace días por las calles de Barcelona es echarlos de España, sin más historias. El vice Pujol Artur Mas lo ha explicado de manera simplicísima: si el Parlamento ha aprobado una ley, es para que se aplique.
Parece de cajón.
Pero dista de serlo.
Tomemos el caso de los trabajadores de Sintel, acampados hasta hace nada en el Paseo de la Castellana, en Madrid. ¿Se aplicó la ley con ellos? ¿Está tal vez permitido levantar campamentos en el centro de la capital de España? ¿Se puede cortar el tráfico libremente?
Me da que no. Pero en su caso todo el mundo estuvo de acuerdo -y yo el primero- en que hacía falta manga ancha. Pero, ¿por qué con ellos sí y con estos otros no? ¿Su drama era más grave que el del centenar de inmigrantes subsaharianos de Barcelona? ¿Corrían quizá más peligro sus vidas?
Los partidos supuestamente progresistas y humanitarios, que tanto apelaban a nuestro corazón cuando hablaban de los trabajadores de Sintel, dan ahora la espalda al centenar de desheredados de Barcelona, cuando no piden que se les expulse ya de una vez. Las ONG, ésas de las subvenciones gubernamentales millonarias, tampoco quieren saber nada en este asunto: están demasiado ocupadas con sus desgracias transoceánicas.
Me ponen de los nervios.
Pero hay un comportamiento que en este caso concreto me resulta particularmente sangrante: el de la jerarquía católica. Me dirán: ¿Y qué ha hecho? Pues justamente ése es el asunto: que no ha hecho nada.
La Iglesia de Roma, capaz de gastarse lo que sea en mandar misioneros y monjas a cristianar negritos por el África tropical, no mueve ni un dedo cuando los tiene a domicilio. Le han puesto el Domund en casa, como quien dice, y mira para otro lado.
¿De qué va la supuesta Iglesia de Cristo? ¿Por qué no hace un hueco a esos desgraciados que no tienen, literalmente, dónde caerse muertos? ¿Por qué no se gasta la cienmillonésima parte de sus tesoros en darles de comer, siquiera por unos días? ¿Es menos caritativa la Iglesia presuntamente apostólica que la CGT, que los metió en su sede por una noche y les proporciona respaldo y aliento? ¿Para qué quieren los obispos el dinero que les paga el Estado, es decir, el dinero que les damos entre todos?
Quizá el problema sea mío, por haberme tomado en serio aquello de que todos los humanos somos iguales en derechos y en dignidad, sea cual sea nuestro origen y el color de nuestra piel.
Javier Ortiz. El Mundo (11 de agosto de 2001). Subido a "Desde Jamaica" el 10 de agosto de 2012.
Comentar