Un tal Isaac Montero, al que no conozco de nada -sin duda por culpa mía-, ha dimitido de la Presidencia de la Asociación Colegial de Escritores -que sí conozco, pero me da igual- porque los afiliados a la ACE no han suscrito las tesis de la ya célebre carta que la Academia dirigió a Felipe González. Ha dicho: «A lo que no estoy dispuesto, como ciudadano, es a que se extirpe (sic) la lengua nacional común».
Como se ve, el señor Montero está persuadido de que todo aquel que no apoye la misiva de marras colabora en la extirpación de la «lengua nacional común». Lo cual me resulta asaz fastidioso, dado que me cuento entre los que creen que esa carta es un perfecto dislate. ¿Estaré ayudando, inconsciente de mí, a extirpar la lengua castellana? Me disgustaría ser cómplice de tan abyecta lingüectomía: en castellano aprendí a pensar y a comunicar mi pensamiento, y con el castellano como herramienta de trabajo me gano el sustento. Vamos, que es mi lengua, y la tengo en alta estima.
Pero, precisamente porque la quiero, no puedo solidarizarme con quienes se equivocan a la hora de señalar qué peligros corre.
El primer error de la carta de la Academia es dar por hecho que el castellano está amenazado por el progreso de las lenguas que llama «vernáculas» (erróneamente: la castellana no es menos vernácula que cualquier otra lengua. Sería bueno que los académicos ojearan de vez en cuando su propio diccionario). En todo caso, esas lenguas no amenazan nada ni a nadie: tan sólo recuperan una parte del mucho espacio social que les fue arrebatado a bofetadas.
Segundo error: no se dan cuenta de que quienes más daño hacen hoy al castellano no son aquellos que se expresan en otras lenguas, sino quienes lo maltratan con su uso.
De los cuales encontramos en la vida pública y en los medios de comunicación actuales dos géneros típicos. El primero es el de quienes emplean el castellano a coces, como si el nuestro fuera un idioma tosco, desangelado y pobre, su diccionario no albergara 83.500 palabras -se ve que con trescientas les basta y sobra para decir mal lo que piensan poco- y su gramática careciera de función específica conocida. Lo más cómico es que muchos de éstos -autores de tochos soporíferos, cotorras de cháchara inaguantable, articulistas ramplones- se cuentan entre los que con más entusiasmo se apuntan a criticar los supuestos excesos de las «lenguas vernáculas».
El otro género de anti-castellano es el que cultivan impunemente todos esos políticos que se han especializado en parlotear sin decir nada y en apabullar a la gente a fuerza de retórica tecnocrática y huera, empobrecedora del lenguaje y ahuyentadora de ideas.
¿Quién es aquí el más activo difusor de tal plaga? Ese trasunto de charlatán de feria que tenemos por presidente de Gobierno. ¡Y a semejante depredador de la lengua acude la Academia en busca de socorro! Va aviada.
Javier Ortiz. El Mundo (10 de diciembre de 1994). Subido a "Desde Jamaica" el 14 de diciembre de 2012.
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