Allá por los primeros 70 del siglo pasado, París era uno de los principales lugares de asilo -tal vez el más importante- de los exiliados políticos del mundo entero. Por aquel entonces, la Oficina Francesa para la Protección de los Refugiados y Apátridas (OFPRA) no ponía mayores inconvenientes a la hora de proporcionar documentación y permiso de residencia a cuantos documentábamos que habíamos huido de nuestros lugares de origen por razones políticas.
En aquella especie de Babel política, tuve ocasión de conocer y de trabar conversación con gente venida de tierras de cuya situación concreta sólo sabía lo que aparecía en la prensa local, particularmente en Le Monde, que era el diario de referencia más común.
Me llamaba mucho la atención con qué frecuencia, cuando hacía algún comentario basado en lo que había leído en Le Monde, el interlocutor de turno me salía al paso rápidamente.
-Le Monde es un gran periódico, que tiene muy buena información internacional -decía-, pero, por desgracia, lo que cuenta sobre mi país es muy superficial y defiende a gente que no lo merece.
Daba igual que charlaras con alguien de Polonia, de Bolivia, de Rodhesia, de Laos o de donde fuera. Todos estaban de acuerdo en que la información internacional de Le Monde era de gran nivel... salvo cuando trataba de su país.
Hube de concluir que lo que nos parecía a todos más riguroso era justamente lo que conocíamos peor. Es decir, lo que no podíamos saber en qué medida era riguroso.
Con el tiempo me di cuenta de que ése no era un fenómeno que empezara y acabara con la información de Le Monde, ni mucho menos. Que se extendía a muchas realidades.
-------------------------------------------------------------------
Conocí en la España de los años 60 -y también en el exilio- a bastantes personas que estaban totalmente persuadidas de que la URSS era «la patria del socialismo». O no habían estado en la URSS jamás, o si habían aparecido por allí había sido en el curso de un viaje organizado en el que les habían enseñado sólo lo que las autoridades soviéticas querían que vieran (cosa nada problemática, porque coincidía punto por punto con lo que ellas querían ver). Pero necesitaban creer en la URSS, porque era la bicha para quienes tenían que soportar y, además, materializaba -eso creían- una alternativa a lo existente.
A mí me sucedió un tanto de lo mismo -más breve que lo de muchísimos prosoviéticos, por fortuna, y posiblemente también menos conservador- con la China de Mao. ¡Resultaba tan atractivo aquello de la Revolución Cultural, de la rebelión juvenil contra el poder supuestamente revolucionario que tiende a burocratizarse por su propia inercia! Para mí, y para muchos como yo, la URSS no tenía el menor atractivo, con todos aquellos dirigentes con aspecto de funcionarios avinagrados y todos sus mariscales con el pecho cargado de medallas, empeñados en la coexistencia pacífica con unos EEUU crecientemente agresivos. China, en cambio, apoyaba las guerrillas, se enfrentaba a EEUU, plantaba cara. «El mundo se adormece por falta de imprudencia», cantaba Jacques Brel, y nosotros nos poníamos del lado de una China que creíamos imprudente, radical, valiente.
Valiente... tontería. La realidad nos reventó en los morros en cosa de nada. La China de nuestros sueños sólo había existido en nuestros sueños.
-------------------------------------------------------------------
Tendemos a creer en lo que necesitamos creer. Se requiere un ejercicio muy enérgico y muy doloroso para atenerse cueste lo que cueste a lo que el bueno de Eugène Potier escribió para la letra de La Internacional, en plena represión de los reaccionarios versalleses: «Il n'est pas de sauveurs suprêmes / Ni Dieu, ni César, ni Tribun...» (*).
Hemos visto a muchos argentinos y chilenos cantar arrobados las virtudes de Baltasar Garzón, e incluso proponerlo para el Nobel de la Paz.
No es que no puedan saber la verdad sobre Garzón. Es que no han querido saberla. Se hicieron una construcción mental sobre el juez riguroso, defensor de los Derechos Humanos, y a continuación decidieron que ese juez tenía que ser Garzón. Aunque tuvieran que reescribir su biografía entera.
Cuando Lula llegó al poder en Brasil, mucha gente de mi entorno se entusiasmó. Hablé con algunos de por aquí que se habían entrevistado con él. Me hicieron mil elogios. Le pregunté entonces a un amigo brasileño que lleva muchos años en la amarga brega. «Es un corrupto que jamás se enfrentará realmente a las multinacionales y al FMI», me respondió.
Le di un margen de confianza. Como otros foráneos me lo dieron a mi -y yo se lo agradezco- cuando en 1982 me preguntaron por Felipe González y les dije: «Es un corrupto y un lacayo de los EEUU».
Cuando comenté con algunos lo que me había dicho mi amigo brasileño, se me mosquearon un tanto: «¡Tú y tus amigos! ¡Nunca os parecerá bien nada!». «Salvo que esté bien», les repliqué.
-------------------------------------------------------------------
Ayer oí que en el Festival de Cine de Venecia ha causado auténtico furor una película que pone de vuelta y media los mangoneos mediáticos de Berlusconi, en contraste con las que presenta como grandes iniciativas democratizadoras del Gobierno español en materia de medios de comunicación.
Extraigo de todo ello una regla de aplicación general: si sostienes que lo que hacen los que están en el poder es nefasto, tienes altísimas probabilidades de acertar. Pero, como te arriesgues a dar la cara por lo que hace alguno de ellos, aunque esté en el quinto pino, lo más fácil es que la cagues.
Para lo cual, un instrumento clave es el explicado al comienzo de estas líneas: nunca des por cierto lo que cuentan los medios de comunicación «más rigurosos».
(*) «No hay salvadores supremos / ni Dios, ni César, ni tribuno...»
Javier Ortiz. Apuntes del natural (10 de septiembre de 2005). Subido a "Desde Jamaica" el 3 de agosto de 2017.
Comentar