Me llaman del canal franco-alemán de televisión Arte. Están realizando un reportaje en España sobre no entiendo muy bien qué y quieren tomarme unas declaraciones sobre los nuevos acuerdos comunitarios de extradición. «Porque usted será crítico con ellos, ¿no?», me preguntan. Creo que alguien les ha debido de decir que soy crítico con todo. Me apresuro a confirmárselo.
No obstante, como no me gusta opinar sin saber -sin saber algo, quiero decir-, me informo del asunto y consulto a un experto jurista. Avala mis impresiones iniciales.
Las nuevas normas sobre extradición autorizan la entrega de detenidos de un Estado a otro, dentro del espacio comunitario, sin más trámite que la autorización gubernativa.
Esto, visto superficialmente, podría parecer incluso lógico: estamos en la Unión Europea, que constituye un ámbito unificado. Pero, si se profundiza en ello, la cosa deja de resultar tan lógica. Porque la UE ha unificado bastantes cosas, pero otras no. Y una de las cosas que no ha unificado es la legislación penal, de modo que hay determinadas actuaciones que en unos estados de la UE constituyen delito y en otros no, o que en unos estados están castigadas con una pena y en otros con otra, mayor o menor. Por poner un caso bien claro: las legislaciones de Francia y Alemania no tipifican como delito las injurias a la Monarquía -más que nada porque son Repúblicas-, de modo que sus autoridades no pueden -no deberían- considerar delincuentes a quienes hayan injuriado a un rey o una reina y sean reclamados por otros estados en razón de ello.
Ése es sólo un ejemplo, pero podría ponerlos a puñados, porque las disimilitudes penales hacen legión: en materia de represión del tráfico y consumo de sustancias estupefacientes, en relación al aborto, a la eutanasia... En fin, en diversísimos campos.
Dada la complejidad de los asuntos legales que pueden estar en juego en una demanda de extradición, los Estados de Derecho venían teniendo por norma que la autoridad judicial interviniera en su tramitación, fuera en exclusiva, fuera en coordinación con el poder ejecutivo. Hasta tal punto era así, que los juristas consideraban que éste era un punto característico que diferenciaba a los regímenes democráticos de los autoritarios: sólo estos últimos dejaban la potestad extraditora en las exclusivas manos de los gobernantes.
Recuérdese -las películas están para eso- que incluso dentro de las fronteras de un mismo país, los EEUU, el paso de los límites de un estado a otro obligaba a cesar la persecución policial de un delincuente en fuga. Al cambiar de jurisdicción, cambiaban las leyes aplicables, y pasaba a ser otra también la Policía competente. Los delitos federales -y la Policía encargada de perseguirlos: el FBI- se referían sólo a aquellas materias en las que las legislaciones de todos los estados de la Unión estaban homologadas.
Esa tradición garantista, como tantas otras, se está desmoronando. En nombre de las necesidades especiales que plantea la lucha contra el terrorismo, los Estados occidentales están poniendo en marcha leyes de excepción incompatibles con los derechos fundamentales.
El fiscal general de los EEUU -su equivalente a nuestros ministros de Justicia- acaba de autorizar que la Policía intervenga, escuche y grabe las comunicaciones entre los abogados y sus clientes, en expresa violación del derecho de defensa. Las asociaciones de derechos civiles han puesto el grito en el cielo. Como si se operan: el asunto forma parte de la lucha del Bien contra el Mal.
En Gran Bretaña, el Gobierno de Tony Blair ha propuesto reformar la Convención Europa de Derechos Humanos para que su Policía pueda mantener indefinidamente detenida a una persona sin necesidad de formular cargos contra ella. Un portavoz de Blair ha declarado que «si hay contradicción entre los Derechos Humanos y la defensa de la seguridad ciudadana frente al terrorismo, tenemos muy clara cuál es nuestra elección». La frase podría figurar en el frontispicio de la sede central de los GAL.
En España, el Gobierno ha presentado un proyecto de regulación del control jurídico del nuevo Centro Nacional de Inteligencia -es decir, del nuevo Cesid- que deja chiquita la vieja y repudiada Ley Corcuera. Prevé que los espías del Gobierno, con la mera aprobación de un juez especial de lo contencioso-administrativo puesto ad hoc, puedan interceptar las comunicaciones o realizar registros en el domicilio de cualquier persona... ¡aunque su actuación no se enmarque dentro de la instrucción de ninguna causa penal concreta! Los bemoles de la cosa son operísticos. Y la indefensión del ciudadano o ciudadana víctima de tales prácticas, total. Tú preguntas: «Pero, ¿de qué se me acusa? ¿En razón de qué me abren ustedes la correspondencia, me pinchan el teléfono y me entran en casa a cotillear mis cosas?». Y ellos pueden responderte, tan panchos: «En razón de que se nos pone, capullo».
En nombre de la lucha mundial contra el terrorismo y de la defensa de la democracia, los Estados de Occidente están lanzados por la vía de la fascistización galopante. Pretenden hacernos creer que para defender las libertades no hay nada como acabar con las libertades.
Allá el que trague. Yo no.
Así se lo diré a los del canal franco-alemán Arte. A ver si consiguen emitirlo antes de que se reformen las leyes sobre libertad de expresión.
Javier Ortiz. Diario de un resentido social (12 de noviembre de 2001). Subido a "Desde Jamaica" el 28 de junio de 2017.
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