"Si un terrorista tiene 16 o 17 años, es un terrorista de 16 o 17 que ha de ser juzgado como tal", afirma el presidente del Gobierno con cara de enfado, como quien se limita a formular una verdad evidente por sí misma, que no precisa demostración.
Vayamos por partes.
En primer lugar, la frase es incompleta. ¿Por qué no empieza la serie por su verdadero comienzo? Debería haber dicho: "Si un terrorista tiene 14, 15, 16 o 17 años...". Porque la reforma legal que prevé el Gobierno abarca a todos los menores, desde los 14 años.
En segundo lugar, si su razonamiento fuera tan apabullante, no habría razón para no aplicarlo a chavales de edad aún más temprana. "Si un terrorista tiene 13 años, o 12...". ¿Por qué no?
De hecho, lo que Aznar propone es equiparar prácticamente las penas previstas en el aún no vigente Código Penal del Menor a las del Código Penal que se aplica a los mayores de 18 años. El único tratamiento diferenciado que prevé es el relativo al lugar de cumplimiento de la pena: en vez de cárceles hechas y derechas, Centros de Reclusión de Menores.
Pero es que, además, dado que trata de ampliar enormemente el campo de calificación jurídica del terrorismo y de endurecer al máximo las penas que castigan esos delitos, el resultado sería que un chaval de 14 años, según su reforma legal, podría ser condenado a 20 años de cárcel por romper un cajero automático. Más o menos, lo mismo que le caería si hubiera matado a hachazos a su madre.
Francamente: por mucho amor que sienta el señor Aznar por la banca, ahí hay algo que se me antoja un poquitín excesivo.
Pero lo peor de este proyecto de reforma legal no estriba en lo que tiene de jurídicamente disparatado. Eso es grave, pero no lo peor. Imagino que, además, se lo echarán para atrás, al menos en sus aspectos más extravagantes.
Lo peor es su enfoque general.
Cree Aznar que la clave para poner coto al fenómeno de la kale borroka es castigar más y a más gente.
Se equivoca de medio a medio.
No discuto que la ley castigue la comisión de delitos. Pero debe hacerlo, en primer término, guardando la debida correspondencia entre la falta y la pena. Y debe hacerlo, en segundo término y sobre todo, para hacer justicia, no para conseguir tal o cual fin político. Entre otras cosas, porque la experiencia histórica demuestra que rara vez la dureza del castigo legal -siempre que se haya detenido ante las fronteras del genocidio, claro está- ha puesto término a fenómenos sociales arraigados.
¿Cree Aznar que los jarraitxus se van a quedar plácidamente cruzaditos de brazos porque se castigue más la quema de autobuses, de cajeros automáticos o de concesionarios de coches? Quizá algunos lo hagan. Pero muchos otros seguirán en las mismas.
Lo que sí conseguirá es que, en vez de haber medio millar de presos vascos, haya varios cientos más. Con lo que eso tendrá de efecto llamada para sus hermanos, primos y demás familia.
Su reforma legal no tendrá más efectos disuasorios que la pena de muerte en los EUA. Échele el presidente del Gobierno una ojeada a las estadísticas norteamericanas y verá que el número de crímenes cometidos en los estados en los que existe la pena capital no es menor que el de aquellos en los que ha sido abolida. Y piense en ello un poco. Aunque sólo sea un poco. A lo mejor se da cuenta que es muy poca la gente que se salta la ley después de una intensa sesión de estudio del Código Penal.
Javier Ortiz. Diario de un resentido social (9 de septiembre de 2000). Subido a "Desde Jamaica" el 10 de marzo de 2017.
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