El señor embajador de Portugal gesticulaba animadamente desde la callada pantalla del televisor de la sala. Estaba, sin duda, felicitando a UCD –y quizá también felicitándose- por su espectacular victoria electoral, y a los reunidos sólo se nos permitía el privado desquite de suprimirle la voz.
Estrenábamos nuestra democracia particular: su libertad de expresión, nuestro derecho al silencio. Alguien puso música para acompañar la melancolía del ambiente. Mandolina, Heb Pedersen, Fayssoux Starling, Doña Emmylou: ‘And in her eyes you see nothing, no sign of love behind the tears cried for no one…’. No recuerdo quién había acarreado dos botellas de txakolí a la reunión. Cielos, qué mezcla. Basque Country, habría que llamar a eso. Pero la evocación de los Beatles no desentonaba.
Yo no había probado el txakolí desde hacía siete años, cinco meses y veinte días, hora más o menos, cuando ya tenía las maletas dispuestas para abandonar San Sebastián, y Francia se preparaba, sin saberlo, para asquearme con choucroute y betterave durante cinco eternos años. ‘París, sí, sí; París para los señoritos’, había escrito el de Bilbao (Nota de edición: Blas de Otero). Qué gracioso.
Pero eran entonces pasados los años de la fiera diáspora, detenida en aquella noche de junio madrileño, con las dos botellas de txakolí sobre la mesa, y Eva en medio del bullicio, echando una manta sobre los dos y rehuyendo las miradas de su compinche. Juegos de sociedad con la transición clavada en las entrañas. Desde el dolor hasta la amargura, desde el vértigo hasta la náusea, desde la lid hasta la soledad, joven hermana. Y la mano que se desliza clandestina –es la costumbre- bajo la manta.
-A mí el txakolí me sienta fatal.
-Pues a mí me da ganas de llorar.
Y era verdad. Demasiados amigos, demasiados recuerdos, demasiadas esperanzas. Claro que dos botellas es bien poco, sobre todo cuando son varios los que esperan soñar a su costa. No creo que me tocara ni media botella en el reparto.
Desde entonces no he vuelto a probar el txakolí. Incluso cuando visito San Sebastián, prefiero la sidra y el vino de Cigales. Tampoco he visto mucho más a Eva, y menos a su manta. Aquella noche, en fin, perdí todo mi interés por los embajadores extranjeros.
He vuelto a oír, sin embargo, infinitas veces el mismo disco, la misma canción. Claro que ahora los tiempos son ya irremediablemente otros: cuando del surco cansado sale la voz dulce de doña Emmylou hablando de las lágrimas inútiles, prefiero tratar de engañar la melancolía con dos generosos tragos de whisky.
Javier Ortiz. Llorar por nadie. Nº 26 de la Revista Sobremesa. Mayo de 1986.
Nota de edición: Javier recordó este momento en un apunte de 2002: Donde no hay encanto, no hay desencanto.
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