Ya que no otras, el cierre de Egin ha tenido la virtud de suscitar un debate público muy interesante sobre la libertad de expresión. No me refiero aquí a la polémica jurídica -también digna de atención-, sino a la disputa sobre la libertad de expresión como principio político: sobre cómo debe ser entendida; qué límites puede tener; cuándo, cómo y a quién cabe negársela.
Oí ayer a varios comentaristas radiofónicos alabar a los estados democráticos que vedan la difusión de determinados idearios, retiran del mercado las publicaciones que los defienden y castigan a quienes los propagan. Martín Prieto ponía un ejemplo, bien conocido, de libro actualmente prohibido en muchos países: el Mein Kampf de Hitler. No hace falta apelar al extranjero: el artículo 18 del vigente Código Penal español ya permite perseguir la apología del delito, entendida como provocación.
El primer impulso nos mueve a aprobar esa censura. Las ideas que preconizan el odio y la violencia son repugnantes: quisiéramos verlas desterradas. Que la Ley se encargue de ello: magnífico.
Pero una reflexión más reposada sobre la cuestión nos obliga a tomar en consideración otros factores.
En primer término: las ideas repugnantes no se evaporan porque la ley prohíba su difusión pública. Por el contrario, su censura puede reforzarlas: al recurrir a la ley, nos reconocemos incapaces de neutralizarlas en un combate estrictamente ideológico. Para demostrar que el nazismo o el racismo o la xenofobia son un horror, necesitamos que los nazis, los racistas y los xenófobos puedan exponer sus sucedáneos de razón. Es una equivocación tratar de suplir con prohibiciones legales la labor que no cumple la educación cívica.
En segundo lugar, la frontera que deslinda las ideas que merecen ser prohibidas de aquellas otras cuya exposición hemos de admitir, por más que estemos en desacuerdo total con ellas, no está tan clara. Conforme al criterio que parece imponerse ahora, toda la ingente obra del marqués de Sade debería ser fulminantemente censurada: es una continua apología del mal; del placer de hacer el mal. Infame. ¿O es que la infamia hermosamente escrita es menos infame?
Por venirnos más cerca: tenemos políticos españoles en ejercicio que justifican la sublevación militar de 1936 y la subsiguiente dictadura franquista. ¿Cómo es que no se les procesa por apología del delito?
Sería absurdo: las ideas nocivas -sean del signo que sean- no se contrarrestan con leyes, sino con argumentos ajustados a la realidad. Nuestro pensamiento se fortalece -y se depura- en la liza con las ideas opuestas.
Otros no lo creen así: consideran que hay opiniones tan perversas que hay que impedir que se oigan. Me gustaría que lo argumentaran, en vez de hacer insultantes procesos de intención para descalificar a quienes pensamos lo contrario.
Javier Ortiz. El Mundo (18 de julio de 1998). Subido a "Desde Jamaica" el 23 de julio de 2011.
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