En una de sus mejores películas, Avanti! -injustamente valorada y pésimamente traducida al castellano con el absurdo título de ¿Qué pasó entre tu padre y mi madre?-, Wilder hacía decir una supuesta patochada a uno de sus personajes (un burócrata de la CIA de fulgurante paso por Italia):
-Soy hombre de ideas cosmopolitas -soltaba el menda-. Entiendo que haya gente que no hable inglés. Pero, puestos a hablar otro idioma, ¿por qué no hablan por lo menos todos el mismo?
Estoy seguro de que Wilder, cuyo idioma materno tampoco era el inglés, sabía que en la gracia no había solo un chiste. Que reflejaba una concepción del mundo.
Cuando los gitanos clasifican las lenguas del universo en dos grandes categorías, el caló y el guiri -entendiendo por guiri cualquier habla no gitana-, y cuando la gente vasca establece dos grandes campos lingüísticos, el del euskara y el del erdera -en donde erdera es todo idioma que no sea el euskara-, los unos y los otros se sitúan en un similar campo topográfico.
Muchos de otras procedencias lo disimulan, pero no caminan por distinta vereda.
Yo tampoco. Lo reconozco.
Y no me avergüenzo.
Qué gran verdad, por lo menos en mi caso: la lengua es la patria.
Llevo una semana enfrentándome con la incomunicación. Me veo obligado a hablar en inglés. Me entienden. Entiendo. Pero no me vale. Mi inglés no da para matices. No acierto a expresar en inglés las mil y una ironías y las infinitas coñas que edifican mi universo mental.
Mi habla queda así violentamente reducida a un intercambio simple de mercancías: deme esto, cuánto vale aquello, déjeme en la esquina, ¿tiene usted esta misma camisa en color azul? Chorradas.
Hoy he estado visitando tiendas de mercancías falsificadas: Rolex, Cartier, Cardin, Vuiton... Me ha amargado no poder bromear con los vendedores, jugando con lo verdadero y lo falso: «El precio que me dice también es falso, ¿verdad?», «¡Le aseguro que mi intención de comprar es auténtica!», «Mire Vd., este trato es desigual: mi dinero es de verdad y su mercancía no. ¡Así no vamos a ningún lado! ¿Me deja pagarle en dólares falsos?». Pero nada. He comprado un par de cosas regateando por el sistema más universal (y más aburrido): diciendo que no y amagando con irme.
Lo podía haber hecho un mudo.
Una técnica humillante, para un profesional de la palabra.
Hay gente que me mira con malos ojos porque digo que odio viajar.
No entiendo su desacuerdo. Viajar -el hecho de viajar, o sea, de desplazarse- es un peñazo. Si lo sabré yo, que tengo delante de mí dos maletas grandes y otras tantas bolsas de considerable tamaño, pendientes de ir de aeropuerto en aeropuerto. O de no ir.
No digamos nada si encima el destino es un lugar lleno de gente que tiene miles de secretos que nunca podrá contarte, porque nunca los entenderías, y a la que tú no puedes revelar tus pequeños hallazgos vitales, porque no son ni de cero ni de diez, sino de incontables y particularísimos decimales,
¿Qué acabas viendo? ¿Paisajes? ¿Piedras viejas? Nada que no pudieras contemplar desde el sofá de tu casa en un puñado de buenos documentales.
Anoche cené en un restaurante giratorio situado en el piso 39 de un rascacielos, en el centro de Singapur. Tomé una pieza de carne que apenas pude diferenciar de cualquiera de las que ponen en el restaurante que está enfrente de mi casa, en Madrid. Y la cena la amenizó un trío musical que cantó Perfidia, Cielito Lindo y Guantanamera.
Y todo eso cerca de las antípodas. Con un grupo de gente que nadie reuniría en Madrid ni loco.
¿Qué podría hacer, sino despotricar?
Javier Ortiz. Diario de un resentido social (11 de noviembre de 2000). Subido a "Desde Jamaica" el 1 de mayo de 2017.
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