El Movimiento Comunista es un partido de creación relativamente reciente (el MC nació en enero de 1972; su origen se remonta a 1967), que ha sido ajeno, en consecuencia, a toda una serie de hechos característicos que han venido a configurar la realidad actual del movimiento revolucionario en el Estado español. Esto comporta ventajas y desventajas, naturalmente. Desventaja es, sin duda, el no poderse beneficiar de la experiencia histórica del movimiento revolucionario anterior sino parcial e indirectamente. Ventaja, sin embargo, el no estar marcado sino parcial e indirectamente por los aspectos negativos de esa misma experiencia.
Sentarse a la altura de 1977 a pontificar sobre lo que hicieron o dejaron de hacer los revolucionarios de épocas anteriores, repartir condenas y alabanzas a unos y a otros -teniendo en la mano lo que ellos no tenían: el conocimiento del resultado de su acción, y pasando por alto las dificultades y condicionamientos de todo tipo a los que estuvieron sujetos- sería erróneo y sin sentido. Al encarar el pasado de nuestro movimiento revolucionario, lo importante es discernir críticamente qué es lo que hace falta asimilar, qué debe recogerse sólo parcialmente y qué debe ser rechazado. Y ello con la vista puesta en nuestra propia práctica política actual.
El aspecto que quizá merece un replanteamiento más concienzudo y libre de prejuicios es el de las tradiciones acumuladas por la práctica del Partido Comunista de España, que durante muchos años fue el principal componente de las fuerzas revolucionarias del Estado español.
Se ha dicho -con justicia, pensamos- que es necesario reivindicar la tradición revolucionaria del Partido Comunista de España, tradición a la que sus actuales líderes han dado, en nuestra opinión, la espalda. Desde su fundación en 1921 hasta su conversión en la vanguardia efectiva de la revolución; desde la época de la guerra popular contra el fascismo (1936-1939); en las primeras décadas de la resistencia contra el régimen dictatorial fascista... en todo ese período de más de treinta años, el PCE tuvo una acción que ofrece numerosas enseñanzas válidas y positivas, de las que aún hoy, décadas después, estamos obligados a tomar ejemplo.
Sin embargo, eso no exime de la necesidad de examinar críticamente el conjunto de aquella acción, para determinar en qué medida hay que darle hoy continuidad y en qué medida encierra prácticas, actitudes y criterios superados, o sencillamente erróneos.
Nuestro Partido estima que en todo aquello hay un alto número de aspectos positivos que ningún revolucionario de hoy puede permitirse desconocer. Somos herederos de una tradición de combatividad, de coraje y de espíritu de sacrificio realmente ejemplares, que han asombrado al mundo en más de una ocasión. Somos los herederos de un movimiento revolucionario que ha puesto en jaque en muchas ocasiones a la reacción; que combatió con intransigencia el reformismo y el espíritu de capitulación; que no dudó en tomar las armas para defender su libertad y su honra cuando las supo en peligro... Tal es la tradición comunista -y no sólo comunista, sino también, en diversa medida, anarquista, socialista revolucionaria, republicana de izquierda, nacionalista radical- que el pasado nos lega.
Pero es ineludible reconocer que, junto a estos y otros aspectos enormemente positivos, había en aquello un cierto número de factores que nos parece particularmente importante desterrar hoy de nuestra práctica. No son simples realidades pasadas, sino prácticas, actitudes y criterios que siguen de algún modo presentes: sea en el actual PCE, sea en determinadas otras fuerzas que, buscando retomar la tradición revolucionaria del PCE de antaño, recogen, sin demasiado discernimiento, lo erróneo al lado de lo justo.
¿A qué realidades hacemos referencia? Sería largo enumerarlas todas. Vamos a señalar solamente algunas, particularmente graves y particularmente rechazables.
Durante muchos años, por ejemplo, el movimiento revolucionario del Estado español -y el propio Partido Comunista- pusieron insuficiente énfasis en la defensa de su independencia frente a movimientos revolucionarios de otros países. El Partido Comunista de la Unión Soviética, muy particularmente, intervino frecuentemente en la determinación de la línea política de los comunistas del Estado español, imponiendo -con el consentimiento de la dirección del PCE- criterios que no siempre estaban en consonancia con el sentir de los militantes comunistas y de los trabajadores del Estado español. Llegó a crearse una relación de abierta dependencia. Esa dependencia tuvo una importancia indudable en los sucesivos giros derechistas que la dirección del PCE tomó en la década de los cincuenta, como la había tenido antes en la comisión de diversos errores, y como la ha tenido posteriormente.
Determinar libremente la propia política, más allá de toda presión o intervención exterior -incluyendo en tal consideración a las fuerzas revolucionarias de otros países- es no sólo un derecho, sino un deber revolucionario de primera importancia. Toda relación de tutela -material, ideológica o política- lleva al empobrecimiento de la propia capacidad revolucionaria, o a su hipoteca.
En la época del PCE que reivindicamos como revolucionaria hubo -y eso no deja de tener relación con lo anterior- un estilo dogmático, poco creador, de entender, de asimilar, de estudiar -y de aplicar, en consecuencia- la teoría socialista. Es de rigor reconocer que había (y aún hay, aunque esto desborde ya ampliamente al actual PCE) una tendencia a conformarse con unas pocas ideas, tomadas como un manual o un recetario, apoyándose por lo demás en el trabajo creador de otros partidos comunistas, y de otros teóricos extranjeros. La pobreza teórica de los líderes revolucionarios ha sido una constante, con las negativas consecuencias que de ello se desprenden inevitablemente: tendencia a imitar experiencias ajenas de manera mecánica y simplista, escaso análisis de la propia realidad, dificultad grave para establecer un camino revolucionario ajustado a las condiciones concretas del tiempo y del lugar en que se vive...
El MC no tiene la pretensión de haber superado plenamente este estilo: por el contrario, somos muy conscientes de que lo sufrimos nosotros también. Todo lo más, podemos atribuirnos la conciencia de que ese problema existe, y de la necesidad de movilizar todos los esfuerzos para superarlo. En todo caso, afirmamos nuestra voluntad de estudiar críticamente las experiencias del pasado y de los demás países; de buscar por nuestros propios medios, apoyándonos en la experiencia de nuestros pueblos y en el análisis concreto de la situación real, un camino revolucionario que nos sea propio.
Otra característica que cuenta con una lamentable tradición en el movimiento revolucionario del Estado español es el sectarismo. El sectarismo en las relaciones con otros partidos y organizaciones de diverso tipo, y el sectarismo en las relaciones con la gran masa de gentes sin partido. El PCE no fue ajeno desde su fundación a esta tendencia al sectarismo, que lleva a confundir a menudo el interés limitado del propio partido con los intereses generales del pueblo trabajador, sometiendo en la práctica éstos a aquel. Una identificación entre el propio partido y la revolución que lleva igualmente a menospreciar de hecho el papel jugado por otros partidos progresistas, a ser incapaz de aprender de ellos y a no ser leal en la colaboración con ellos, más allá incluso de las afirmaciones formales de lo contrario.
Ser el partido dirigente de la revolución no se consigue a base de mesianismo, o de atribuirse ese título arbitrariamente, sino a base de trabajo, de lucidez política y de constancia en la defensa de los intereses del pueblo revolucionario. Por otra parte, un partido puede ser dirigente, pero no por ello agota las posibilidades de expresión organizada de las diversas corrientes revolucionarias. Le interesa a la revolución que diversas corrientes revolucionarias recojan la variedad de posiciones, de ideologías, y también de intereses, que caben en el amplio cauce de la lucha por la transformación de la sociedad y del mundo en conjunto. Pero no basta con reconocer eso: hace falta asumirlo plenamente y ser consecuente con ello en las relaciones con las fuerzas que se sitúan del mismo lado de la trinchera. Y aquí es necesario reconocer que son más frecuentes las declaraciones pomposas que las actitudes positivas concretas. Nosotros nos esforzamos para conseguir mantener una actitud no sectaria, de colaboración leal y honesta con los diferentes partidos y organizaciones de todo tipo que juegan un papel progresista, y nos esforzamos igualmente por no tratar de suplantar en ningún caso el papel de las amplias masas del pueblo, sabiendo que es a ellas a quien corresponde el papel protagonista, estimulando su iniciativa propia y combatiendo para que sean ellas las que vayan adquiriendo cada vez mayor fuerza y poder decisorio.
También en el estilo de dirigir, o de tratar de dirigir, hubo y hay tradiciones extremadamente erróneas, que abarcan igualmente a la vida interna de partido. Tendencias a confundir la disciplina con la disciplina ciega, el seguidismo y la falta de democracia interna. Es cierto que no han sobrado, dentro del movimiento revolucionario en el Estado español, ejemplos de partidos con una vida interior seriamente democrática, donde la necesaria centralización y disciplina se obtuvieran a partir del concurso auténticamente libre y consciente de la base militante. El PCE, incluso en la época en que tuvo un más acentuado estilo revolucionario, recurrió en ocasiones a métodos de dirección impositivos, llegando a sustituir el sistema de la persuasión por acciones de estilo policial —y empleamos este término con conciencia de su gravedad—, que han dejado un funesto rastro. Y ello tanto en lo referente a la dirección de los propios militantes como en la dirección de sectores del pueblo no pertenecientes a él.
Todos hemos podido percibir la existencia de esa tradición, que sigue presente entre las fuerzas de tendencia revolucionaria. Para nosotros no cabe la menor duda de la necesidad de cortar radicalmente con ese estilo. Los derechos democráticos del militante deben ser escrupulosamente respetados, y no deben tolerarse bajo ningún concepto las violaciones de la legalidad democrática marcada en los Estatutos establecidos por los Congresos representativos. Debe asegurarse por todos los medios el libre uso de los derechos democráticos, también de los ciudadanos en general, como un deber del propio partido.
Otra tradición lamentable de nuestro movimiento revolucionario a lo largo de su historia ha sido la falta de una sensibilidad plena hacia el grave problema de las nacionalidades y regiones en el Estado español, con las consiguientes tendencias al centralismo. Ha habido y hay una inclinación constante a desconfiar de las reivindicaciones nacionales y regionales de los diversos pueblos que componen el Estado español, a ver en ellas el germen de todo tipo de peligros reaccionarios. Se desprecia el sentido de la lucha por el recobramiento de la identidad de cada pueblo como empresa de dudoso interés para el proletariado, y se considera, todo lo más, necesaria "dentro del marco de la lucha por los derechos democrático-burgueses", sin comprender que en este combate ha estado y está encerrado un enorme potencial revolucionario, que enfila directamente por el camino de la revolución socialista. Esta tradición, muy sensible en la historia del comunismo español, ha sido utilizada constantemente para atizar sentimientos anticomunistas entre los sectores nacionalistas, maniobra que difícilmente podría haber progresado si los comunistas hubieran demostrado ser capaces de ponerse en vanguardia de la lucha por la liberación de las nacionalidades.
He aquí un cierto número de importantes vicios adquiridos por el movimiento revolucionario en el Estado español. Ellos aparecen íntimamente mezclados con los bien merecidos laureles de una lucha gloriosa y heroica.
El pasado no tiene vuelta de hoja. El presente y el futuro sí: en nuestras manos está escribirlo de una manera o de otra.
Hemos recibido de nuestros predecesores una herencia, en la que hay mucho de bueno y también de malo. El problema fundamental no está en establecer si cupo hacerlo de otro modo; el problema está principalmente en no tropezar nosotros con las mismas piedras.
Un partido revolucionario de nuestra tierra y nuestro tiempo no puede ser el simple continuador de las tradiciones que hemos heredado: debe retomar algunas, sí, pero debe imponer un nuevo estilo en gran número de otras. Se trata de construir un partido hecho a la medida de las necesidades revolucionarias de nuestra realidad, sin lastres ni prejuicios.
Javier Ortiz alias Fermín Ibáñez. Las tradiciones a las que renunciamos. 1977. Texto recuperado para el número de junio de la revista Hika.
Comentarios
Escrito por: Samuel.2009/10/02 09:08:37.954000 GMT+2
www.javierortiz.net/voz/samuel
Escrito por: josep m. fernández.2009/10/02 12:52:2.580000 GMT+2