La ministra de Cultura, doña Carmen Alborch, nos ha salido incendiaria. «Hay que mantener viva la llama del Liceo», ha dicho. En los años 20, Marinetti, el teatrero futurista, soñaba con pegar fuego a los museos. Marinetti era fascista: lo deduje del estudio de su obra y también -soy agudo observador- de su proclamada adhesión al Fascio de Mussolini.
Marinetti era muchas cosas, pero no tonto. Quería quemar museos y nada más que museos. De los teatros no decía ni mú. Y es que, si se quemaban los teatros, él no tendría dónde representar sus obras. O sea, que el tipo era muy futurista y muy incendiario, pero velaba por sus intereses. Con la señora Alborch pasa tres cuartos de lo mismo, sólo que al revés. Ella no dice nada de mantener viva la llama en los museos, porque su Ministerio tiene mucho dinero invertido en ellos -ay, Thyssen-, y se ceba con la ópera, que se la trae al pairo. Doblemente al pairo, porque a ella lo que le va es, según cuentan, la música de discoteca.
A mí, qué quieren, la ópera me gusta. Moderadamente. Mis gustos operísticos no son exquisitos (una vez escribí que las grandes óperas no son más que media docena de buenas canciones populares unidas por larguísimos y soporíferos rollos, y casi me fusilan). Como moderado amateur de la ópera, pues -y como moderado en general-, no puedo estar de acuerdo con la ministra: la llama del Liceu hay que apagarla cuanto antes, aunque sólo sea para que el vecindario -que también tiene sus derechos, qué caramba- pueda dormir tranquilo.
Pero una cosa es apagar la llama del todo, y otra ver qué se hace con el Liceu o, más exactamente, con la falta de Liceu. En un primer momento -en caliente, como aquel que dice-, todo pichichi de postín se declaró emocionado y ofreció dinero a espuertas para la reconstrucción del teatro. No se sabía si aquello era un funeral, una subasta o una disparatada síntesis de ambas ceremonias. Ahora hay ya una simpática discusión sobre las condiciones que deberían cumplirse para que se justificara la inyección de fondos públicos: unos quieren un Liceu así, otros -ay- asao, y los de más acá se lamentan y dicen que también Itálica se encuentra en estado ruinoso, y que sería bueno reconstruir la catedral de Burgos -en gótico tardío, me imagino-, o reparar el césped del Bernabéu...
Mi tesis es más sencilla. Parto de que un palacio de ópera no es un establecimiento de primera necesidad. Y sostengo que, en razón de ello, si los amantes de la ópera queremos tener Liceu, deberíamos pagárnoslo a escote. No me opongo al apoyo público al arte, pero considero que han de tener prioridad el empleo, la sanidad y las pensiones, sin ir más lejos.
Ruinas por ruinas, mejor sería que empezáramos por ocuparnos de las del Estado de bienestar.
¿Lujos de protección oficial? No, gracias.
Javier Ortiz. El Mundo (5 de febrero de 1994). Subido a "Desde Jamaica" el 5 de febrero de 2012.
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