Me escribe un amigo y, en tono muy ponderado y razonable, critica la unilateralidad que él cree percibir en mis tomas de posición públicas con respecto a la ilegalización de Batasuna. Está de acuerdo conmigo en que los procedimientos legales en curso son jurídicamente inaceptables, amén de chapuceros, pero no está de acuerdo en el escaso interés que muestro en la labor de coacción y de zapa emocional que realizan muchos simpatizantes de Batasuna, que se las arreglan para hacer la vida imposible -en el pueblo, en el vecindario, en el lugar de trabajo- a quienes no están de acuerdo con ellos, llegando a exigirles que abandonen Euskadi. Me pregunta si no estoy de acuerdo en que eso también supone un atentado intolerable contra las libertades y en que algo habría que hacer para impedir que se siga produciendo.
Mi respuesta es: sí. A las dos preguntas: me parece intolerable y considero que hay que revolverse contra ello.
Pero vayamos por partes.
Empecemos por distinguir los actos legales de los ilegales.
Pongamos ejemplos, para entendernos.
Si yo llego al bar de la esquina y, según entro, toda la clientela se va y me deja solo, y lo mismo ocurre cada vez que aparezco en un local público, y si me voy a la oficina y todos mis compañeros me dan la espalda y no me dirigen la palabra sino para los asuntos de puro trabajo, y si lo mismo me ocurre en todas partes, que nadie quiere ni verme y me mira con una cara de asco del copón, mi vida será un infierno, sin duda, pero nadie estará cometiendo ningún acto ilegal.
Ahora bien, si hay unos tipos que antes de irse del bar se me acercan y me dicen: «Sabemos a qué colegio van tus hijos y dónde aparcas el coche. Lárgate de aquí, disidente de mierda», y si otros se meten en mi portal y hacen pintadas amenazadoras contra mí, y si mis compañeros de trabajo me esconden los papeles y me mandan correos electrónicos insultantes, entonces la cosa cambia, porque las amenazas y las coacciones son delito. Entonces es el turno de la ley y de sus agentes.
Me preocupan los dos géneros de situaciones pero, puesto a compararlos, es al primero al que le veo más difícil tratamiento, porque no hay nada que pueda hacerse en el plano coercitivo para corregirlo.
Pienso en mi propio caso, situado en la antípoda. Yo me he visto privado de magníficas oportunidades de promoción profesional y de fuentes muy importantes de ingresos por culpa de mis opiniones políticas. Para nadie es un secreto que, para estas alturas, mi presencia está vedada en casi todos los grandes medios de comunicación, empezando por las grandes cadenas de radio y TV. Se me ha ido sometiendo a una especie de cordón sanitario cada vez más estrecho. Sólo El Mundo sigue tolerando mi firma, y ello por razones especialísimas, y ya veremos por cuanto tiempo. El día en que El Mundo decida prescindir de mí, adiós muy buenas: la mordaza tapará por completo mi boca. Y nada, estrictamente nada de lo que se me habrá hecho podrá considerarse ni ilegal ni delictivo. De la misma manera que los parroquianos del bar están en su derecho de tomarse sus vinos en la compañía que más les agrada, los medios de comunicación madrileños, incluidos los públicos, tienen plena libertad para elegir los articulistas y comentaristas que más les complacen. Y si mis criterios les parecen insoportables, ¿quién y con qué derecho podría obligarles a soportarlos y darles cobertura?
Pero en ambos casos el resultado es que se deteriora la convivencia, que se pierden posibilidades de fomentar el pluralismo y de educarnos todos en la coexistencia con lo diverso. Pero tanto da cuan lamentable sea, porque no hay nada que hacer... salvo trabajar para que unos y otros aprendamos no sólo a respetar la discrepancia, sino a valorarla como un factor de enriquecimiento.
Cosas de otra galaxia, supongo.
Javier Ortiz. Diario de un resentido social (14 de septiembre de 2002). Subido a "Desde Jamaica" el 15 de enero de 2018.
Comentar