No pretendo terciar en la agria disputa -siempre la misma y siempre diferente, como en el verso de Aragón- en la que está empeñado el ministro del Interior contra el director de este periódico. Pero hay un punto sobre el que me siento, a la vez, autorizado y obligado a decir unas palabras. Me refiero a la manía que le ha entrado a José Luis Corcuera de descalificar a sus oponentes tachándolos de «recién llegados a la democracia», como si él tuviera el control de la denominación de origen del antifranquismo.
Parto en este asunto con cierta ventaja porque no creo que al ministro del Interior le asalte nunca la tentación de expresarse en esos términos con respecto a mí. (Y, si le asaltara, podría librarse a toda velocidad de ella con una simple consulta a los nutridos archivos de la Brigada PolíticoSocial franquista -esos archivos que su Ministerio ha conservado celosamente durante tanto tiempo de manera irregular, o recabando información directa de los inspectores de la Policía fascista que me persiguieron, detuvieron y encarcelaron en diversas ocasiones. Lo tiene fácil: varios de ellos siguen trabajando a sus órdenes).
Corcuera carece de la menor autoridad para expedir títulos de bisoñez o veteranía en la causa democrática. Es muy cierto que él militó en la UGT vasca en tiempos del franquismo, y eso le honra (aunque no menos cierto sea que, si la UGT vasca no hubiera existido durante los años 60 y 70, casi nadie la habría echado en falta). Pero luego, en todo caso, ha sido muchas otras cosas. Ha sido, por ejemplo, el jefe de Amedo y Domínguez. El que impidió que el juez Baltasar Garzón investigara los fondos reservados de su Ministerio en relación al caso GAL. Ha sido también el ministro que ha mantenido en plantilla a no pocos policías torturadores. De dos tipos, además: torturadores de la época franquista y torturadores de los tiempos presentes, condenados como tales por los tribunales. A él corresponde también el muy triste honor de haber dado nombre a la Ley menos escrupulosamente democrática del nuevo régimen. Gracias a él, en fin -lo ha hecho notar reciente y oportunamente el catedrático Enrique Gimbernat-, el informe del Programa de Desarrollo de las Naciones Unidas sitúa a España en el puesto número 24 del ránking mundial en cuanto a respeto por las libertades: en el último lugar de las democracias occidentales, por debajo de algunos países del Tercer Mundo.
Déjese, pues, de arrogarse el derecho a dispensar patentes de antifranquismo. Su historial no es el más propio para ostentar la representación de quienes nunca transigimos con los enemigos de la libertad. Él pudo ser lo que fuera en sus años mozos, pero ahora es lo que es: el jefe de muchos tipos que lucharon con uñas y dientes (y puños, y electrodos) para impedir que llegara la libertad. Por ejemplo.
Javier Ortiz. El Mundo (2 de octubre de 1993). Subido a "Desde Jamaica" el 13 de octubre de 2012.
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