Leo que la representación del Estado español boicoteará la celebración de un acto de la UE porque la documentación preparatoria que ha llegado a sus integrantes no está en castellano. Parece que no se trata de ninguna pijotería, sino de un episodio enmarcado dentro de la lucha que se está librando en la UE contra el intento más o menos soterrado de convertir en idiomas preferentes el inglés, el francés y el alemán, reduciendo a una segunda categoría de facto al resto de las lenguas teóricamente oficiales.
Ha tenido lugar ese incidente a las pocas horas de otro a raíz del cual Manuel Marín decidió prohibir que en la tribuna del Congreso de los Diputados español, que él preside, se produzcan intervenciones en cualquiera de las lenguas oficiales distintas del castellano. Aduce Marín que él había decidido permitir que se hablara en otras lenguas de manera más o menos testimonial, brevemente y con traducción rápida, pero que algunos diputados se estaban aprovechando de esa tolerancia para hacer intervenciones cada vez más largas y sin traducir.
En estos asuntos -en ambos- hay que distinguir entre lo que son cuestiones jurídico- formales, de un lado, y lo que son asuntos de fondo, de otro.
Es muy posible que, en términos estrictamente jurídicos, tengan razón tanto los delegados españoles en Bruselas como Marín. Los primeros, porque no hay ninguna norma comunitaria que les obligue a saber inglés, alemán o francés, y menos todavía con el grado de perfección que se requiere para debatir y acordar asuntos que pueden acabar resultando trascendentales. También cabe que tenga razón Marín porque quienes se oponen al uso del catalán, el gallego y el euskara en la tribuna del Congreso pueden protestar alegando que no entienden lo que se ha dicho y que, en consecuencia, no pueden debatirlo, y él está obligado a darles amparo, de acuerdo con el reglamento en vigor.
En lo que hay contradicción entre ambas posturas es en cuanto a los argumentos de fondo que están utilizando quienes creen que autorizar el uso de todas las lenguas oficiales del Estado en el Parlamento de Madrid crearía una situación «de torre de Babel», «muy poco práctica», etcétera, y quienes alegan que la UE debe tratar con idéntico respeto y consideración todas las lenguas oficiales de los estados que la componen, las hablen tantos o cuantos. De hecho, los problemas prácticos que plantearía que algunos diputados en Cortes intervinieran en catalán, en gallego o en euskara serían mínimos comparados con los que representa que toda la actividad de la UE deba realizarse en todas las lenguas oficiales. El argumento según el cual el caso del Estado español es diferente, porque aquí todos los ciudadanos se expresan perfectamente en castellano, no vale. Hay diputados a los que se les nota que no se expresan en castellano con la misma fluidez que en su lengua materna, y sus derechos lingüísticos -que son reflejo de los derechos de quienes le han confiado su representación política- merecen tanto respeto como los de cualquier otro.
Una cosa es que pueblos distintos -de distintas culturas, de diferentes tamaños- decidan coordinarse para cubrir en común determinadas necesidades y otra es que opten por su disolución como tales pueblos. La variedad cultural no es sólo enriquecedora; también es trabajosa. No me parece razonable que haya gente que se eche las manos a la cabeza cuando se habla del uso igualitario del catalán, del gallego o del euskara en las instituciones del Estado español y que, en cambio, esté reclamando que sean tratadas en plano de igualdad las lenguas oficiales de todos los estados de la UE, lo cual incluye -por ejemplo- al maltés, variedad del árabe magrebí hablada por una proporción realmente mínima de la población comunitaria.
Más problemático que todo esto es decidir qué hacemos con los parlamentarios que se expresan horriblemente en castellano... y que no conocen ninguna otra lengua. Tampoco.
Javier Ortiz. Apuntes del natural (3 de marzo de 2005). Subido a "Desde Jamaica" el 19 de noviembre de 2017.
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