Tenían la firme voluntad de ver la lluvia de estrellas. Habían leido todo lo publicado en los periódicos sobre el paso del cometa Swift-Tuttle por el centro del sistema solar, sobre la constelación de Perseo y su propensión por el mes de agosto... Eran ya casi expertas en las razones por las que el cielo iba a brillar con cientos, con miles de estrellas fugaces en la noche del jueves. De modo que, cuando la mañana del día del evento se asomaron a la ventana y vieron que las nubes empezaban a cubrir la ciudad, no se arredraron: se desplazarían los kilómetros que hiciera falta hasta encontrar un lugar seguro para la observación. No fallarían.
Emprendieron el viaje después de comer. Pronto se dieron cuenta de que no eran ni mucho menos las únicas peregrinas estelares del día. Aquello parecía el comienzo de un fin de semana de verano: caravanas, nervios, retenciones... Pero tampoco eso las desanimó. Si tenían que pasar cinco horas en el coche, las pasarían.
Llegaron a las proximidades de su destino sobre las once de la noche. Decidieron cenar en la barra de un bar para emprender camino hacia la montaña cuanto antes. A medianoche ya estaban sentadas en un claro del bosque, en completa oscuridad y silencio, bajo el cielo estrellado.
Tres horas después emprendieron el regreso. Eran felices. Habían ido hasta allí para pedir a las estrellas fugaces que se cumpliera su mayor deseo, y las estrellas les habían dado la oportunidad de hacer su petición hasta sesenta veces, una tras otra.
A la mañana siguiente, oyeron en la radio que casi todo el mundo se sentía decepcionado por lo ocurrido la noche anterior.
Estuvieron de acuerdo: la culpa era de quienes habían querido que el cielo les montara un circo.
Porque las estrellas habían volado para dejar que soñáramos, no para que jugáramos a su costa.
Javier Ortiz. El Mundo (15 de agosto de 1993). Subido a "Desde Jamaica" el 2 de septiembre de 2012.
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