España pasea sobre el largo puente. Bajo sus pies no corre el río de Heráclito, siempre indómito e imprevisible, sino el coplero de Jorge Manrique, rutinario y mortal. El mismo de hace cinco siglos, sólo que más sucio.
Desde la barandilla, las gentes miran indolentes cómo resbalan las aguas turbias que van a ahogarse al mar, que es el morir. A fuerza de verlas siempre ahí, a fuerza de convivir con su vieja pestilencia, las sienten familiares, y hasta bellas. Mientras las contemplan, hablan de fútbol, charlan de nada, brindan y beben. El porvenir es hermoso: pronto vendrán loterías, alfajores y panderetas para alegría del cuerpo electoral. Feliz Navidad, hermanos, que luego Dios dirá.
¿Quién tuvo alguna vez a esta recua por ingobernable y rebelde? Este pueblo no vive la Historia: transita por ella. La acompaña con palmas. Y cuando no, sestea.
Los pueblos no son rebeldes, pero algunos lo están de tanto en vez. Es el caso de nuestros vecinos de aquí arriba, esos «franchutes» que tanto desprecian bastantes españoles, sin duda porque son conscientes de la apabullante superioridad económica, cultural y moral que tenemos sobre ellos. Francia cuenta con un historial de revueltas impresionante. Unas, mayores; otras, de medio pelo -el celebérrimo 68-, y otras de andar por casa, como la que están viviendo ahora. Nosotros, sólo sumamos una repugnante carnicería de iniciativa militar y media docena de llantinas espantosas.
Este pueblo sólo pide al que lo maltrata que pague un precio: el de reírle los chistes. Y si el tirano se aviene, lo llama demócrata. Y si no, no le llama nada, no sea que se enfade.
¡Ay, esta España que aclama las cadenas, de finísimo paladar!
Javier Ortiz. El Mundo (7 de diciembre de 1995). Subido a "Desde Jamaica" el 16 de septiembre de 2013.
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