Suele decirse que sólo los niños, los locos y los borrachos se atreven a decir las verdades más amargas. Habrá que comprobar en cuál de estas tres categorías -no descartemos un súbito regreso a la infancia mental- se encontraba ayer el alcalde de Madrid cuando dijo que el homenaje que van a hacer a partir de ahora los últimos miércoles de mes a la enseña bicolor del Reino de España es doblemente oportuno porque, primero, es un acto militar, lo que nos recuerda que son las Fuerzas Armadas las encargadas de velar por la unidad territorial de España, y segundo, porque servirá no sólo para dar satisfacción a quienes aprecian la bandera en cuestión, sino también para poner en su sitio a quienes no la aprecian.
Me parece una explicación completísima y extremadamente satisfactoria.
Se trata, en efecto, de un acto de voluntad intimidatoria y provocadora.
Dicen que ha sido idea de José María Aznar. No me extraña nada.
Persona prudente, antes de empezar a escribir este apunte he echado mano del Código Penal para ver qué dice sobre el particular. Me he encontrado con algo que ya esperaba -que las ofensas o ultrajes a la bandera del Estado están castigados con la pena de multa de siete a doce meses- y con algo que no se me había ocurrido pensar, aunque sea lógico: que las ofensas o ultrajes a las banderas de las comunidades autónomas tienen previsto idéntico castigo.
Dejemos de lado la redacción del artículo en cuestión, que viene a dar por hecho -muy en línea con la tradición castrense- que un objeto -una tela, en este caso- puede ser ultrajado y ofendido, y vayamos a lo sustantivo.
No creo que incurra en ofensa o ultraje alguno a nadie si digo, en primer lugar, que las banderas en general me producen escasa emoción -favorable, quiero decir-, pero que, de todas ellas, la que más frío me deja es precisamente la que izaron ayer con tanto esfuerzo en la Plaza de Colón de Madrid.
Es algo que, además, puedo argumentar muy fácil y muy comprensiblemente: desde muy niño, esa bandera simbolizó para mí la odiosa opresión del régimen de Franco. Me contaron que, antes de la llegada del dictador, el Estado español tenía otra bandera, que los republicanos españoles habían hecho suya para mostrar su rechazo por la enseña bicolor, que identificaban con otra opresión anterior: la monárquica. Eso me contaron, y todo lo que luego pude ir comprobando me ratificó en ello.
Puede entenderse, en consecuencia, que no me hiciera nada feliz que, una vez instaurada la España parlamentaria, el Estado español decidiera mantener la misma bandera impuesta por Franco, por mucho que le cambiaran el escudo.
Con el paso del tiempo, me pasa con esa bandera como con la Monarquía: no creo que constituya una prioridad cambiarlas -más que nada porque no hay demasiado ambiente-, pero nadie puede pedirme que las aprecie. Estoy en mi derecho de verlas no ya sin amor, sino incluso con antipatía.
Y fíjense que he podido desarrollar toda esta argumentación sin citar ni una sola vez a Euskadi.
Lo haré ahora.
La pasada semana, el director del Instituto Cervantes, Jon Juaristi, afirmó que la ikurriña es «un símbolo de ETA». Así, directamente. Por la brava. Sin cortarse un pelo. Bien. Yo no soy muy dado a las querellas criminales -tengo otras ocupaciones-, pero recomendaría a las autoridades de la Comunidad Autónoma Vasca que se ojearan el Código Penal, se leyeran el artículo 543, comprobaran que lo dicho por Juaristi está incurso en el delito que tipifica e interpusieran la acción legal correspondiente. Tampoco estaría de más que simultáneamente los diputados vascos exigieran del Gobierno central la destitución del tipejo en cuestión.
En la línea de exigir respeto a los símbolos.
Javier Ortiz. Diario de un resentido social (3 de octubre de 2002). Subido a "Desde Jamaica" el 16 de enero de 2018.
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