Siempre he defendido –y lo he dicho– el derecho de mudar de opiniones que asiste a todas las personas. Es cierto –y tampoco lo he ocultado nunca– que me producen mucho mayor respeto los giros ideológicos y políticos que perjudican la promoción de quienes los realizan y que, por el contrario, me suscitan una cierta desconfianza inicial quienes cambian de criterio para ponerse a favor de corriente (aunque tampoco eso deba ser descalificado por principio).
Lo que no me parece que tenga la más mínima justificación ni merezca el menor respeto es la actitud de quienes, tras haberse pasado un buen tiempo proclamando que lo justo es A y descalificando con todos los pronunciamientos desfavorables a quienes decían B, pasan a afirmar con idéntica rotundidad que lo correcto es B y que quien diga A es, sin duda alguna, un hijo de mala madre.
Un buen amigo, nada desmemoriado, me ha mandado fotocopias de un puñado de recortes de prensa fechados en noviembre de 1998. Queda en ellos amplia constancia de que muy importantes voces de la prensa española –escrito sea con y sin mayúsculas– se declaraban encantadas de la noticia que acababa de saberse y que no era otra que el establecimiento de «contactos» entre el Gobierno de José María Aznar e «interlocutores del entorno del MLNV» (escrito tal cual).
El hecho suscitaba, entre otras, las albricias editoriales de un periódico de muy rancio abolengo, que enfatizaba que tal decisión del líder máximo del PP marcaba «el posible punto de partida de una andadura que ningún español de buena voluntad puede dejar de desear que culmine venturosamente». Sic. En el ardor del momento, otro preclaro comentarista de la derecha española, éste nada anónimo, saludaba la decisión de Aznar, aunque vaticinaba que el camino hacia «el fin del terror», que se iniciaba en tal punto y hora, habría de resultar todavía «largo y sinuoso». «Como en la canción de George Harrison», sentenciaba, refiriéndose a The Long and Winding Road, que, como (casi) todo el mundo sabe, es una canción de Paul McCartney.
Imaginemos lo mejor –in dubio pro reo– y aceptemos la posibilidad de que esta gente considere que el tal camino «largo y sinuoso» fuera entonces una excelente alternativa, digna de todo encomio, pero que emprenderlo a día de hoy sea una perfecta canallada y un insulto para las víctimas del terrorismo.
Bien. Pero, en tal caso, los que han dado ese giro de opinión habrán de explicar por qué dijeron entonces que sí y ahora que no. Y (¡qué menos!): habrán de admitir que el asunto no es para ellos una cuestión de principios –inalterables, por definición–, sino variable y circunstancial.
Pero no les pido nada parecido. Dejo ese tipo de exigencias para la gente que se toma en serio su coherencia y no se beneficia de que también el camino de su honradez resulte «largo y sinuoso».
Javier Ortiz. El Mundo (23 de febrero de 2006). Hay también un apunte de parecido título: Largos y sinuosos caminos (edición especial).
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