Ramón Sampedro logró por fin el sueño de su vida: la muerte. Escucho decir en la radio: «Le han quitado la vida». No es verdad. La vida no existe. Existen diferentes formas de vida. Cada persona -y cada animal, y cada cosa- tiene su vida. Y dentro de cada vida hay muchas vidas diversas: vive mi apéndice, y quizá lo mate un día de éstos; vivían las células que ayer se me murieron; vivía el Ortiz de hace diez años, y ya se fue. Si juzgamos la vida de los demás a partir de la nuestra propia, y la nuestra pasada -o futura- a partir de la actual, lo más probable es que erremos.
El apego a la existencia está en relación directa con la calidad de vida. Espartaco le dice al cónsul de Roma: «Los dos podemos morir. Pero, para ti, la muerte significa perder lo mucho que tienes. Para mí, en cambio, librarme de una vez del sufrimiento».
A una u otra escala, todos lo hemos experimentado. Quienes han pasado por una grave enfermedad, o por un dolor intenso y persistente, o por una profunda depresión, saben que en esos momentos las ganas de vivir pueden descender hasta lo más bajo de la escalera. Algo semejante ocurre con las taras de la extrema vejez: la persona decrépita no se aferra a su vida con la fuerza de antaño. Porque su vida ya no es la misma vida: ya no puede correr, ve mal, tiene achaques, su organismo no le concede la fuerza necesaria para amar... En esa combinación de vida y muerte que es la existencia, la muerte ocupa cada vez más espacio, y menos la vida. El último suspiro es para muchos tan sólo un ínfimo paso. Como cantaba Brel en Les Vieux: «Los viejos no mueren: se duermen un día, y duermen demasiado».
Digo que nadie tiene la vida, sino su vida, y ese su es posesivo. «Al fin, no tengo para expresar mi vida sino mi muerte», escribió Vallejo. Nuestra vida es la única propiedad que nadie puede enajenarnos. Y porque es nuestra, tenemos todo el derecho a decidir sobre ella. En particular, a decidir cuándo nos compensa y cuándo deja de hacerlo. Cuándo podemos mantenerla con dignidad -ante nosotros mismos: ahí el juicio de los demás está de sobra- y cuándo se convierte en una carga humillante, insoportable.
En lo que a mí concierne, estoy encantado de vivir. Sólo pensar que habré de morirme un día me pone de un humor de perros. Pero sé por qué lo siento así: porque me veo aceptablemente sano, porque vivo como quiero, porque me gano el sustento escribiendo, que es lo que más me gusta -ahora que lo pienso: una de las cosas que más me gustan-... Pero me hago cargo de que todo eso, poco a poco -o rápidamente: cualquiera sabe-, irá a menos, y luego a menos todavía.
De llegar a mínimos que inclinen la balanza del otro lado, lo mismo decido quitarme de enmedio y no ser un estorbo, sobre todo para mí.
Si a tal llegara un día, y no me quedaran ya ni fuerzas ni recursos para cumplir mi voluntad, ójala hubiera alguien entonces que pudiera ayudarme, como a Ramón Sampedro, sin que la Ley penara con cárcel su acto de caridad.
Javier Ortiz. El Mundo (14 de enero de 1998). Subido a "Desde Jamaica" el 11 de enero de 2012.
Comentar