Hace unos años cometí el error más grave de mi vida: publiqué un libro de crítica del matrimonio.
Debo decir en mi descargo que fue sin querer. Mi intención era escribir un artículo satírico, sin más, y eso es exactamente lo que hice. Pero, una vez terminado, me supo a poco. Así que me puse a redactar lo que pensé que acabaría siendo una serie de artículos. Para cuando me quise dar cuenta ya estaba en el folio 90. Metido en gastos, cogí carrerilla y me planté en el 140. Entonces me di cuenta de lo que había hecho: «iAndá -me dije, pero si he escrito un libro!». Y ya que estaba escrito, lo publiqué.
Para mi desgracia. Y no tanto por el hecho en sí -sea lo que sea un hecho en sí- como porque desde entonces todo el mundo me toma como máximo abanderado de la soltería, cosa que disto de ser.
La culpa hay que achacársela a diversos factores combinados. El primero, que en España se publican muchos libros, pero leerlos, lo que se dice leerlos, los lee muy poca gente. Hay, en cambio, una ingente cantidad de ojeadores de cubiertas. Y como mi libro llevaba por título Matrimonio, maldito matrimonio, fueron legión los que dedujeron que yo estaba radicalmente contra el matrimonio, opinión que, si hubieran leído el libro, se habrían visto obligados a matizar. En segundo lugar, el personal da por supuesto que uno no tiene derecho a variar de ideas con el transcurso del tiempo. Y lo cierto es que cuando escribí aquello yo sólo tenía claras tres o cuatro ideas hostiles a la institución matrimonial. Pero ahora, ni eso.
Por culpa de todo lo cual, cada vez que me topo con algún casado que me mira con aire cómplice y me suelta: «iCuánta razón tienes! ¡Vivir solo es mucho mejor!», no puedo eludir pensamientos en los que los muertos del interfecto no acaban saliendo del todo incólumes.
Debo reconocer que actualmente mi consideración de las virtudes y los defectos del matrimonio varía según factores bastante aleatorios. Por ejemplo, estos días he sufrido un catarro monumental, que me ha tenido recluido en cama. No pueden hacerse ustedes idea cabal de lo deprimente que es estar hecho migas, dedicado a estornudar y sonarse día y noche, y no contar con nadie que te mime. Y tener que abrigarte todas las mañanas para bajar a la farmacia a reponer el stock de medicamentos, porque no hay nadie que lo haga por ti. Y verte obligado a levantarte del lecho del dolor para hacer tú mismo el zumito y el caldito de rigor. Les aseguro que en esos momentos tan desagradables uno lamenta hasta lo infinito no estar casado.
Habrá quien piense que ésta es una añoranza del matrimonio un tanto arrastrada, ajena al amor. Pero es la más sólida que se me ocurre. Porque para amar no hace falta en absoluto estar casado. A cambio, resulta ideal para pasar un catarro en condiciones aceptables.
Javier Ortiz. El Mundo (10 de noviembre de 1993). Subido a "Desde Jamaica" el 12 de noviembre de 2012.
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