En un reciente mitin celebrado en Alemania en apoyo de la candidatura del SPD de Gerhard Schröder, que afronta hoy en Renania del Norte-Westfalia un obstáculo electoral de primera importancia, el presidente del Gobierno español, José Luis Rodríguez Zapatero, afirmó, con ese aire de profunda solemnidad que se da cuando cree que va a decir algo importante, que «la última utopía que queda en el mundo se llama Europa».
Si nos tomamos el término utopía en el sentido que ha ido adquiriendo en la lengua castellana, que es el que supongo que habrá querido darle él -el que alude a una idea o proyecto que en el momento de su formulación parece irrealizable-, no entiendo por que dice que Europa es una utopía. Se trata de una realidad que ya existe, y además, por lo que él mismo dice, bastante de su gusto.
No es una utopía, y menos aún «única». El mundo está lleno de ideas y de planes muy bien intencionados pero que, al menos de momento, resultan irrealizables. (Más de una vez he expresado la poca gracia que me hace, en ese sentido, la consigna «Otro mundo es posible». Que otro mundo es deseable y que hay que luchar enérgicamente contra el modo en que funciona éste me parece de cajón, pero no veo que sea posible desarticular a corto o medio plazo la organización social, económica, política y militar del mundo actual.)
En el sentido en el que sí me temo que quepa considerar la idea de Europa como una «utopía» es en el que se deriva de la etimología griega de la palabra: de ou («no») y topos («lugar»). Si concebimos Europa como un crisol de culturas milenarias, como la avanzadilla social del mundo entero, como un baluarte de defensa de las libertades y como una fuerza de oposición efectiva a la hegemonía de la gran superpotencia que queda, entonces no tendremos más remedio que admitir que esa Europa es cada vez más un no-lugar, un lugar inexistente.
Me sumergí anoche en estas reflexiones viendo -agarraos- el Festival de la Canción de Eurovisión. Vaya crisol de culturas, con la mayoría de los estados renunciando a su(s) lengua(s) propia(s) y cantando en inglés, recurriendo a ritmos de importación transoceánica, echando mano de estéticas horteras que parecían recién llegadas de Las Vegas (o, alternativamente, de Nashville) y aportando composiciones tan facilonas que, como decía mi padre, no es que pudieras salir cantándolas, sino que ya habías entrado cantándolas.
Máxima expresión de todo ello: la canción ganadora, procedente de Grecia -que no griega-, con letra bobalicona en inglés y chun-chún de discoteca supranacional.
No me preocupa demasiado que exista ese tipo de música. Me inquieta que las industrias discográficas de los diversos estados europeos recurran a eso cuando buscan adaptarse lo mejor posible y cautivar con la mayor rapidez al público más imbuido por el gusto dominante.
Tampoco fue como para levantar la moral ver el desarrollo de las votaciones (la parte que vi, porque me rendí pronto). Todos votaban las canciones de los estados vecinos, como si el objetivo fuera eludir problemas políticos, o incluso militares. Grecia se benefició de ello: tiene un porrón de vecinos. A España le perjudicó su peninsularidad: sólo mereció los favores de Portugal... y Andorra. (Por cierto que el bodrio de canción española era, además de mala, de un machismo insufrible: «Tú me dominas con sólo mirarme /y no hacen falta cuerdas para atarme». ¡Toma ya!)
Ya sé que en Europa hay muchas otras músicas, etcétera, etcétera, etcétera. Pero ese Festival, mal que pese a muchos -mal que me pese a mí-, es representativo del gusto, original o inducido, de amplísimos sectores de la población.
Cabe imaginar otra Europa, pero no está en ésta.
Javier Ortiz. Apuntes del natural (22 de mayo de 2005). Subido a "Desde Jamaica" el 23 de octubre de 2017.
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