Decía Juan de Mairena que nada es absolutamente inimpeorable, y me temo que tenía razón: la vida política española tiende a demostrarlo con pasmosa frecuencia. Con Franco estábamos de pena, pero se veía luz al fondo del túnel. Lo de Suárez no fue ninguna maravilla, pero abrió algunas perspectivas. El PSOE se encargó de frustrarlas, pero sirvió para que la derecha española, a fuerza de tener que combatirlo, se bajara del monte. Y cabía que del desengaño de muchos pudiera ir destilándose un nuevo espíritu crítico.
Quiero decir que siempre, hasta en los peores momentos, ha habido algún factor de expectativa, algún rescoldo con el que mantener viva -así fuera desesperadamente- la llama de una vaga esperanza.
Ahora, en cambio, por más que se mire el horizonte político, no se atisba ninguna perspectiva que no sea totalmente descorazonadora.
El PP se las ha arreglado para decepcionar -y ya es mérito- incluso a quienes no esperaban nada de él. No es que su política sea todavía más desastrosa que la de González -de la capacidad de desastre de González cabría afirmar lo mismo que se decía de la valentía de Augusto César Sandino: que cabe igualarla, pero no superarla-. Es que lo que hace, sea lo que sea -suponiendo que sea algo en concreto-, tiene siempre el mismo aire deslavazado, errático y torpón. Aznar va por su lado; los ministros por otro -por otros- y todos ellos, de creer las apariencias, hacia ninguna parte, que es el verdadero nombre de Maastricht. Creen que si logran meter a España en ese club de ricos -aunque sea de camarera- podrán colgarse una medalla de oro, autoproclamarse maravillosos, convocar otras elecciones generales y ganarlas. Y hasta es posible que tengan razón.
Pero entretanto malbaratan su magro prestigio a marchas forzadas. ¿Y en beneficio de quién? Ahí es nada: de González. La perspectiva de que el PP se estrelle y vuelva el Otro con armas -ay- y bagajes se hace cada vez más visible. La única ventaja que tienen para el PP las previsiones de voto que recogen los sondeos es que no hay ningún voto que prever, porque no hay elecciones a la vista.
Y díganme ustedes qué puede hacer uno, que si da leña a éstos está contribuyendo al regreso del Otro, y si se ceba en el recuerdo de los desmanes del Otro se diría que justificara la tontuna de éstos, y si se dedica a repartir mandobles a diestro y siniestro -o a diestro y diestro, porque ésa es la cosa- parece que se haya vuelto loco, y que quisiera destruirlo todo sin tener nada a cambio (porque, en efecto, no hay nada a cambio).
No cabe presente más negro, ya digo, que el que carece de futuro. Cuando lo que existe no vale y lo que puede sustituirlo, tampoco, ¿de qué sirven las palabras? Sólo para levantar acta del desastre.
Aunque también cabe consolarse pensando que -como ya dijo el gran filósofo Rodríguez Ibarra- en Africa están todavía mucho peor.
Javier Ortiz. El Mundo (27 de noviembre de 1996). Subido a "Desde Jamaica" el 6 de diciembre de 2012.
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