Hoy es el día de las conversaciones sobre la suerte. Y sobre la salud, por supuesto.
-¿No te ha tocado nada, hijo? -dice la señora del 2º-. Bueno, qué se le va hacer. ¡Lo importante es que haya salud!
-Sí, doña Eduvigis, pero es que, además, estoy hecho unos zorros. Y mi mujer me ha abandonado.
Me telefonea mi buen amigo Gervasio Guzmán, que incurre en todos los tópicos.
-¿Tú crees en la suerte?
-Depende -le respondo.
-¿De qué?
Se lo explico.
La palabra suerte encierra en castellano significados distintos.
Creo que el azar existe. La gente de educación marxista tiene tendencia a desdeñar el azar. Eso está justificado en la medida en que la cultura superficial atribuye con frecuencia al azar lo que no es sino expresión de una necesidad subterránea, no evidente. «El azar es el modo en que se manifiesta la necesidad», escribió el (a la sazón) marxista Roger Garaudy en su ensayo La libertad, allá por los años 50. Dicho así, es una exageración. Sobre todo tratándose de asuntos relativos a la práctica humana. Porque, cuando digo que hay muchos fenómenos y situaciones que son fruto del puro azar, no trato de enunciar ninguna ley de la física: me expreso en el terreno estricto de la comprensión social y humana. Se trata de fenómenos y situaciones en cuyo desencadenamiento final intervienen tal cantidad de elementos, cada uno de los cuales fruto de una mezcla tan extraordinariamente abigarrada de influjos, ellos mismos de diversidad tan inmensa, que resulta forzoso considerarlos, a los efectos de la práctica humana, impredecibles. Fruto del azar.
Esto con relación a la suerte como sinónimo de azar.
Ahora bien: también utilizamos la palabra «suerte» para referirnos a la fortuna; casi siempre a la buena fortuna. «Tener mucha suerte» equivale a ser muy afortunado.
En eso ya creo menos. En todo caso, me es muy difícil asociarlo al feliz resultado de un juego de azar.
No es que niegue que la vida depara a algunas personas momentos de extraordinaria fortuna -sería absurdo- sino que entiendo que, para atribuir suerte a una persona o un grupo -suerte en general, no referida a un momento preciso-, se vuelve necesario hacer un complejo balance, en el que el momento de fortuna ha de cruzarse con muchos otros datos, hasta obtener el resultado final.
La gente considera que es una suerte fantástica que a alguien le toque el gordo de la Lotería de Navidad. Pero eso dista de estar claro. Yo tuve ocasión de comprobarlo bien de cerca cuando tocó en El Campello, que es la población costera más cercana de mi casa de Aigües, en Alicante. Tocó -qué digo tocó: dio de lleno- hace algo así como ocho o diez años, y benefició a un montón de gente. A un montón, sí, pero no a toda. La lluvia de millones, que dicen los cursis, desató tal cantidad de broncas y divisiones familiares y pandillares -gente que juraba que le habían prometido un décimo, pero que no habían llegado a dárselo, etcétera-, que aquello se convirtió en un infierno. Bastantes habitantes del pueblo llegaron a la conclusión de que lo que en realidad les había caído era una maldición.
Hay que contar, además, con que no es tan fácil relacionarse bien con el dinero. Hace falta costumbre. Mucha gente que no ha tenido en toda su vida dónde caerse muerta se encuentra de repente con un porrón de millones y pierde la cabeza. Se pone a hacer el tonto, a gastar en las cosas más estrafalarias, a entregarse a placeres con los que no tiene ninguna familiaridad, que no sabe cómo administrar... y arruina su vida. Recordemos al pobre Dieguito Maradona: fue la lotería de sus piernas la que le tocó, y lo que ha sufrido.
¿Trato de decir con todo esto, ahora que escribo mientras los críos cantan al fondo números y premios en euros, que casi mejor que no me toque nada?
Desde luego que no. Vaya que no. De ninguna manera. ¡Si hasta llevo un décimo comprado en Muxía!
Javier Ortiz. Diario de un resentido social (22 de diciembre de 2002). Subido a "Desde Jamaica" el 17 de enero de 2018.
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