Cientos de llamadas a las radios, ayer por la mañana: los oyentes, por aplastante mayoría, se declararon conformes con la dura sentencia del Tribunal Supremo contra la Mesa Nacional de Herri Batasuna. También los contertulios habituales.
No me sorprende en absoluto. Ya intuía yo que HB no acaba de despertar demasiadas simpatías.
Pero estas llamadas reflejan un hecho que, aunque tampoco me sorprenda, sí me inquieta: ¿cómo puede tanta gente estar de acuerdo con una sentencia que, con toda seguridad -la tengo aquí delante: son 139 páginas de muy barroca escritura-, no ha leído?
Ya me veo la respuesta: «No hace falta leérsela para estar de acuerdo con ella. Con considerar que es delito tratar de difundir un vídeo de ETA, basta». Pues ahí, en eso exactamente, está la cuestión: que no basta.
No basta; no. Porque un juicio moral es una cosa, y un juicio penal, otra. Como una cosa es la idea que un ciudadano corriente y moliente se hace de lo que significa colaborar con ETA y otra el concepto jurídico de colaboración con banda armada.
Para estar en condiciones de aprobar una sentencia, lo mínimo que se requiere es leerla. Yo he leído ésta, y he de reconocer que no veo claros sus fundamentos. No veo claro el delito y veo todavía menos claro el modo en que se ha globalizado su autoría.
«La opinión pública no habría entendido otro tipo de sentencia. Y menos después de lo del caso Filesa y a un tiro de piedra del juicio de los GAL», me argumentan. Probablemente sea así, pero es terrible que sea así. Cada caso es único, y en Derecho no hay -perdón: no debería haber- contextos. Se juzga un hecho concreto, y nada más. Da igual -perdón de nuevo: debería dar igual- qué otros juicios se han celebrado o están pendientes y si los acusados son, en el resto de su existencia, personas intachables o perfectos bellacos.
Me contaron anteayer otro juicio que me parece que viene al caso.
La historia es ésta: tres hombres salen de un bar tras una reyerta. Uno de ellos resulta muerto de una cuchillada. La Policía detiene a los otros dos. Está claro que uno de ellos es el asesino, puesto que nadie más había en el lugar de los hechos, pero no hay modo de determinar cuál: ni testigos, ni huellas; nada. Se celebra la vista del juicio. Los dos procesados -no precisamente angelitos- se proclaman inocentes y afirman que el asesino fue el otro, pero ninguno aporta el menor dato que respalde sus palabras.
El tribunal dictó sentencia: absueltos ambos.
El juez que suscribió este fallo -para mí realmente ejemplar, pero seguramente difícil de entender para los familiares y deudos de la víctima- fue Siro García, en la actualidad presidente de la Sala de lo Penal de la Audiencia Nacional.
Es preferible dejar en libertad a un criminal que condenar a alguien cuya participación en el concreto delito que se juzga no está probada.
Una sociedad que no entienda eso jamás podrá basar un Estado de Derecho digno de tal nombre.
Javier Ortiz. El Mundo (3 de diciembre de 1997). Subido a "Desde Jamaica" el 3 de diciembre de 2011.
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