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2002/09/05 06:00:00 GMT+2

La prueba ontológica, en moto

Estoy sin coche. Lo dejé el pasado lunes en la Renault de Tres Cantos para corregir la natural tendencia de su carrocería a competir con los guisantes de Mendel, cambiando de tanto en tanto lo liso por lo rugoso.

«Estará en tres días», me dijo el encargado del taller. «Bah, ningún problema: vendré a trabajar en autobús», pensé.

Santa inocencia. Esa misma tarde comprobé que el trayecto Tres Cantos-Madrid (o Madrid-Tres Cantos), que en coche se hace visto y no visto, en autobús dura sus buenos tres cuartos de hora. Y eso desde la Plaza de Castilla, que no está precisamente al lado de mi casa.

Tan traumática experiencia me llevó a optar el martes por hacer el recorrido en mi destartalada scooter, que coge con dificultad los 60 km./h. Probé a ver qué tal, y a fe que tuve tiempo de aburrirme montado sobre mi cafetera de dos ruedas, conduciendo por una autovía amplísima. Pero salí ganando.

Ayer repetí la aventura pero, como ya estaba entrenado y sabía lo que me esperaba, me lo tomé con más paciencia.

Aproveché el recorrido para entregarme a hondas meditaciones.

No me preguntéis cómo me las arreglé para acabar pensando en San Anselmo y su prueba ontológica de la existencia de Dios, pero el caso es que así fue.

Supongo que recordáis la argumentación que el monje de Aosta expuso en su obra Proslogion, allá por el siglo XII. Partía del entendido de que Dios es lo más grande que pueda pensarse. Este ser infinitamente grande -seguía razonando- no puede estar sólo en la inteligencia, es decir, no puede ser sólo concebido y pensado. Si así fuera, cabría pensar otro ser tan grande como él y, además, existente, esto es, mayor y más perfecto que él. Con lo que concluía: el ser más grande posible no puede estar sólo en el pensamiento, porque, en tal caso, al carecer de entidad objetiva, ya no sería el ser más grande posible.

Desde Tomás de Aquino a Kant, este trabaneuronas se ha llevado infinitos varapalos, pero hoy es el día en que aún no he escuchado a nadie que lo critique por un aspecto que a mí me parece clave. Me refiero a la cosa de la eternidad divina.

Según el razonamiento de Anselmo de Aosta, Dios debería ser obligatoriamente eterno, puesto que, de lo contrario, no sería lo más grande imaginable. Pero, ¿de dónde se sacaba el tipo -y por qué todo el mundo ha dado desde entonces por supuesto- que la calidad de eterno es una virtud? Bien podría decirse todo lo contrario. Para empezar, un ser que fuera eterno no estaría en condiciones de apreciar los muchísimos matices que vienen dados por el instinto de supervivencia. Tampoco podría saber en qué consiste el riesgo, ni el valor, ni el miedo. Donde no cabe la tristeza de la muerte no hay lugar para la alegría de la vida.

En esas condiciones, la prueba ontológica entra en un callejón sin salida: para que un ser atesorara la perfección, debería ser necesariamente eterno, pero un ser eterno estaría privado de los gozos asociados a la contingencia y, por lo tanto, distaría mucho de ser perfecto.

Enfilaba ya con mi motito por la desviación indicada con un letrero que reza «Tres Cantos Norte. Zona Industrial» cuando se me ocurrió un ítem añadible. Me di cuenta de que, además, un ser eterno no merecería la más mínima confianza: carecería de principios.

Javier Ortiz. Diario de un resentido social (5 de septiembre de 2002). Subido a "Desde Jamaica" el 15 de enero de 2018.

Escrito por: ortiz el jamaiquino.2002/09/05 06:00:00 GMT+2
Etiquetas: 2002 diario | Permalink | Comentarios (0) | Referencias (0)

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