Jugábamos ayer por la tarde al dominó bajo el suave sol de Aigües y quiso la fortuna que una partida que tenía ya prácticamente perdida -estaba ya a un solo punto del abismo- se me arreglara por entero: cerré cinco veces seguidas y gané.
La verdad es que fue un desperdicio de victoria. El tiempo era tan bueno y estaba tan bonito el valle que no me hubiera importado nada la derrota.
Charo bromeó lamentándose de haber sentido lástima por mí cuando iba perdiendo. Echó mano de su inagotable repertorio de refranes montañeses:
-¡Por la pena entra la peste!
Me pareció genial. Todo un tratado de filosofía del combate en una sola reflexión. Clausewitz redivivo no lo habría explicado mejor.
Le conté que yo había aprendido ese mismo principio de un cuento de Lu Sin, el novelista chino de comienzos del pasado siglo. El cuento, llamado El perro en el agua, relata cómo un perro rabioso entra en un pueblo costero aterrorizando a los vecinos. Varios se ponen de acuerdo, se arman de palos y salen a por él. Lo persiguen a estacazos hasta conseguir acorralarlo en el muelle. Al final, el perro cae al agua. Un paisano baja las escaleras para seguir pegando al bicho, pero los otros le afean su comportamiento: «¡Déjalo, no seas cruel! ¡Si se está ahogando!». Y se van. El perro, a trancas y barrancas, consigue acercarse a las escaleras. Sube, regresa al pueblo y muerde a una niña.
¿Conclusión? Hay que pegar al perro en el agua.
Charo no llegó a enterarse de la moraleja porque mis largos exordios le exceden -son ya muchos años- y prefirió irse a regar los árboles del camino.
De todos modos, tampoco necesitaba darse una excursión por China para enterarse de lo que había aprendido muy bien en su Reinosa natal.
Javier Ortiz. Diario de un resentido social (6 de octubre de 2002). Subido a "Desde Jamaica" el 16 de enero de 2018.
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